Ya desde hace algún tiempo que la física cuántica viene conversando activamente con los procesos sociales y culturales de la humanidad. Decirlo no es una simple constatación, sino que es, sobre todo, una provocación para preguntarse ¿qué realidad estamos construyendo? Claro, entendiendo que la operación de conocer, como diría Eduardo Cavieres, necesita situarse en lo que llamamos realidad, al mismo tiempo que dicha operación está construyendo realidad. A nivel cuántico, esto resulta atractivo cuando se evidencia el comportamiento de las partículas cuando pasan por dos "rendijas", en lo que se conoce como el experimento de la doble rendija.
Este experimento, concluyó que el comportamiento de las partículas de luz varía dependiendo del observador. En otras palabras, es la conciencia de quien observa lo que interviene en el comportamiento de las partículas. La consciencia construye realidades. Hermosa constatación, que hace más necesaria la pregunta inicial: ¿Qué realidad estamos construyendo, tanto desde lo individual como a nivel colectivo?
La pregunta no es antojadiza, ni mucho menos se plantea solo como ejercicio retórico. Más bien es una reflexión urgente, que surge en medio de lo que pareciera ser una realidad plana. Plana en lo político, en lo cultural y en lo económico. Es lo que señala Daniel Innerarity en "La Sociedad del Desconocimiento", es decir, un momento en la historia de la humanidad en que la abundancia de información, paradójicamente, nos tiene más ignorantes.
La capacidad de imaginar, ese ejercicio que desde los orígenes de las civilizaciones permitieron avances magníficos, se ha ido perdiendo, por una manera de acercarnos a la realidad que -al parecer- nos tiene situados en un callejón sin salida (aparente). El simplismo (nuevamente, político, cultural y económico) es hoy una evidencia que a diario constatamos: Profesionales permeados en neoliberalismo, que son verdaderos autómatas incapaces de reflexionar cuando se enfrentan a la realidad laboral cotidiana. Políticos sin propuestas programáticas, concentrados en memorizar frases para el bronce, pero incapaces de proponer políticas de Estado profundas y de largo plazo. Y así, un largo etcétera. Este escenario es el que imaginamos, al menos, hace un par de siglos con la esperanza de una mejor realidad para la humanidad. Pero, claramente, en algún punto se nos "pegaron los cables".
Bien merece recordar las reflexiones que, de manera lúcida, Adorno y Horkheimer escribían hacia mediados del siglo pasado, precisamente cuando analizaban el proyecto de la ilustración, es decir, analizaban la realidad que habíamos imaginado y que luego se llevaría a la práctica. La humanidad, escribían, "no solo no ha avanzado hacia el reino de la libertad, hacia la plenitud de la ilustración, sino que más bien retrocede y se hunde en un nuevo género de barbarie". Y claro, el contexto social, político y económico en donde se situaban, era de una complejidad y odiosidad tremenda. Pero extendiendo ese análisis, que pone énfasis en los pilares mismos de nuestra modernidad occidental, la lapidaria afirmación bien nos debiese interpelar en pleno siglo XXI. ¿Cuáles son nuestras propias formas de barbarie? Esas barbaries voluntarias a las que nos sometemos a diario renunciando al juicio crítico y reflexivo de la realidad. Esas mismas ideas añejas, que en el tiempo en que Adorno y Horkheimer escribían la "Dialéctica de la Ilustración" aparecían como terroríficamente novedosas, hoy resurgen con inquietante virulencia. Pero claro, la falta de un juicio crítico y reflexivo, propio de una sociedad azotada por la precarización cultural y política, abre de par en par las ventanas a un simplismo que ahoga.
La Ilustración, continuaban Adorno y Horkheimer, "disuelve los mitos y entroniza el saber de la ciencia, que no aspira ya a la felicidad del conocimiento, a la verdad, sino a la explotación y al dominio sobre la naturaleza desencantada". O como lo señala Cavieres, cuando dice que, en todo orden de cosas, incluso en las que corresponden a lo que llamamos ciencia, el conocimiento opera tanto como búsqueda objetiva de algunas verdades, como simplemente al nivel de construcciones mentales de esas verdades. Entonces, la pérdida del mito, de la magia y de la imaginación no ha sido gratis para la humanidad, ya que todo cambio trascendental, ha estado acompañado de una imaginación que recrea mundos interiores.
¿Qué tipo de imaginación tenemos hoy? Una imaginación que cabe dentro de los segundos de vida de un reel, de un post de Facebook. Seudo-poder de una falsa ciudadanía que consume (como en los '90 en los malls); fake news, en un mundo al que le han querido robar el alma, en base a un proyecto ilustrado que nos arrojó a un callejón inerte. Farándula mezclada con lo político (no la política), mentiras que se sustentan en la convicción que las personas solo leen titulares. Realidad sin imaginación, política vaciada de contenido, políticos/as simplistas, simples parafraseadores de la lógica cortesana.
En síntesis, estamos atravesando un callejón vaciado de sentido y de magia. Momento en que, tal y como lo adelantaran Adorno y Horkheimer, la naturaleza parece estarse vengando de la humanidad, precisamente por haber sido olvidada por ese espíritu ilustrado, por esa ciencia moderna que enfermó de razón instrumental cargada de deseos de dominación y cálculo. Pero si levantamos la mirada, nos asombraremos (nuevamente) con las estrellas colgadas en ese universo que tantas puertas nos ha abierto. Ese proyecto ilustrado, hoy debemos reconducirlo de la mano del misterio, la sabiduría popular, como una llama de fuego en una vara de madera, que nos permitirá hacerle frente a esas ¿nuevas? formas de poder que asoman afuera de la caverna.
Así, es hora de reconectar nuestro viaje para poder imaginar nuevas realidades, como esos fotones que interactúan con la consciencia que observa. Nuevas realidades que se concreten en nuevos proyectos de comunidad, de política, de orden económico y, de manera urgente, una nueva manera de relacionarnos con la naturaleza, ya que no estamos en la naturaleza, sino que somos naturaleza.
Debemos, por tanto, rescatar la capacidad de asombro, resistir lo cruento y recuperar lo mágico.
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