Hemos perdido el pudor

Según muestra "Crónica para el futuro" -un reportaje de El Mercurio que incorpora datos del estudio de la consultora Black & White-, nueve de cada 10 chilenos dice ver incivilidades a diario o varias veces por semana, mientras ocho de cada 10 asegura no participar en ellas. La contradicción es evidente, pero ya casi no incomoda. Lo que antes generaba rechazo, hoy se ha vuelto paisaje. Una forma silenciosa de adaptación.

Estas prácticas no son ajenas ni excepcionales. Se instalan en lo cotidiano: carreras clandestinas, rayados, consumo de drogas en plazas. Pero también en gestos más habituales: estacionarse donde no corresponde, colarse en una fila, botar basura al suelo, comprar piratería, andar en scooter por la vereda. Y lo que más molesta -según el 27%- no son esas escenas públicas, sino algo mucho más íntimo: "Mentir para obtener beneficios". Es en esa incomodidad donde asoma algo más profundo: que no se tolera la trampa del otro, pero la propia se valida.

Mientras tanto, se exige más orden, pero se actúa con distancia. El 67% cree que deberían aumentar las sanciones para quienes cometen incivilidades. Sin embargo, solo el 35% reconoce haber hecho algo ante una. Se pide castigo, pero se evita el conflicto. Se defienden las normas, pero rara vez se asumen. Como si la responsabilidad cívica fuera de otros, no propia.

Y la degradación no se limita al ciudadano de a pie. También alcanza a quienes detentan poder económico y político. Casos de colusión, tráfico de influencias, contratos adjudicados por conveniencia, fundaciones sin experiencia que acceden a recursos públicos. No se trata solo de la élite o solo de la autoridad: muchas veces son ambas. Cambia el entorno, pero no el patrón. La norma se adecua cuando es incómoda. La ética también.

Desde las autoridades, el mensaje no ayuda. No solo por gestos simbólicos -como un ministro comprando en el comercio informal o un alcalde que respalda el desorden "porque es popular"-, sino por faltas graves que ya no generan consecuencias visibles. Situaciones que antes exigían explicaciones hoy se explican solas. Se racionalizan, se maquillan, se superan. Como si el problema no fuera ético, sino simplemente narrativo.

Lo preocupante es que ya no sorprende. Y eso también se refleja en los datos más estructurales. Entre 1996 y 2023, Chile ha retrocedido en todos los indicadores de gobernanza que mide el Banco Mundial: desde participación ciudadana hasta control de la corrupción. Pero más allá de las cifras, hay algo más difícil de recuperar: se ha perdido el pudor.

Y el pudor no es moralismo. Es ese reflejo íntimo que marcaba un límite, incluso sin fiscalización. Una señal de que no todo da lo mismo. Cuando eso desaparece, no solo se relajan las normas: se debilita lo común.

Por eso, en medio del cinismo, figuras como Dorothy Pérez -que sigue cumpliendo su rol en la Contraloría sin buscar titulares- marcan una diferencia. No se necesita genialidad. Se necesita integridad. Permanecer. Hacer lo que corresponde, aunque nadie lo aplauda.

Esto no se resuelve con una ley más. Ni con una comisión. Se necesita coraje. Coraje para dejar de justificar lo inexcusable. Para volver a sentir vergüenza cuando algo está mal, incluso si nadie lo castiga. Todavía hay tiempo. Pero exige algo tan sencillo -y tan difícil- como recuperar el pudor.

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