Habitar un territorio como el nuestro implica convivir con un planeta que está en constante transformación. Chile, atravesado por placas tectónicas activas, cordilleras en formación y cuencas en movimiento, es escenario de una geodinámica que se manifiesta por medio de diferentes fenómenos naturales, como terremotos, erupciones volcánicas y aluviones. Estos eventos no solo son amenazas sino también expresiones del sistema tierra, una compleja red de relaciones entre la corteza, el clima, el agua y los seres vivos.
Como país estamos cruzados de norte a sur por cordilleras que son visibles desde casi todas partes, y de las que a menudo solemos conocer sus peligros. También los sismos son parte de nuestra cultura. Si habitamos Chile, en nuestra vida presenciaremos al menos uno de gran magnitud y estamos expectantes al siguiente que pueda ocurrir.
Los terremotos, al igual que las inundaciones o aluviones, revelan las tensiones acumuladas en el subsuelo y nos enfrentan con la memoria geológica del territorio. Muchas quebradas y cauces, aparentemente inactivos, se reactivan tras un gran sismo, por ejemplo, cuando las laderas remecidas por la energía tectónica se desmoronan y desatan flujos de barro y roca. Así ocurrió tras el terremoto de 2010, donde varias zonas de la precordillera vivieron aluviones secundarios que recordaron la estrecha relación entre los paisajes hídricos y los procesos sísmicos.
Asimismo, hay cursos que fluyen por todo el país, normalmente de este a oeste, naciendo en las montañas de los Andes y desembocando en el Océano Pacífico, formando diversos paisajes y ecosistemas a lo largo y ancho de nuestro territorio. Los ríos, quebradas, lagos y lagunas cruzan nuestras ciudades. O más bien nosotros, notando lo vital que son para la existencia, hemos decidido convivir con ellos.
Pero esta convivencia no ha sido fácil, y nuestra forma de entender el agua ha cambiado con el tiempo.
Los pueblos indígenas respetaban este recurso a sabiendas de su importancia en el uso de sus distintas actividades, construyendo toda una cultura hidráulica alrededor de ellos. Con la llegada de la colonización, se empezó a temer al agua y ésta representó el límite de las ciudades. Por muchos años, el Santiago colonial quedó delimitado en el norte por el río Mapocho y en el sur por la actual Alameda, de la que todavía se debate si era un brazo de río o una simple acequia. De lo que sí hay certeza es de los registros de inundaciones por un curso hídrico en esa zona de la ciudad. Fuera de esos límites, estaba aquello con lo que no se quería tener contacto o se buscaba apartar del centro de la capital, como los asentamientos indígenas, hospitales y grandes claustros. Los ríos y quebradas del valle central dejaron de tener esa importancia vital para la existencia, y se transformaron en los límites de lo deseable, pero sin ser ellos parte de eso, provocando una relación tortuosa por las diversas modificaciones que se le hicieron a sus caudales, aumentando el número de aluviones en la cuenca.
En tiempos donde no existían instrumentos precisos para registrar y medir estos fenómenos, la escritura se volvió una herramienta de memoria. Sor Tadea de San Joaquín realizó un importante registro de la inundación de 1783, a raíz de una crecida del Río Mapocho por aguaceros que duraron nueve días:
Parecía que Nectuno,
dejando su antiguo puesto,
se difundía en las nubes
sin mirar en su respeto,
y, liquidando los mares,
juzgo que del firmamento
llover océanos hizo
para nuestro sentimiento,
pues de este modo se hacía
más caudaloso y violento
el gran Mapocho, que corre
a la frente del convento,
el cual, compitiendo ya
con rápido movimiento
con Ebros y Manzanares,
y al Nilo aun llevando resto,
su sonido era aterrante
al más impávido aliento
A este desastre le han seguido muchos desde que tenemos registro. De los más recordados en la capital por sus impactos, están los desbordes del Canal San Carlos y el Zanjón de la Aguada por los temporales de 1982 y el aluvión de la Quebrada de Macul en 1993, que a pesar de sus consecuencias, no ha impedido la constante urbanización de esos territorios siempre expuestos a nuevos aluviones y a la falla de San Ramón.
Pareciera que, teniendo en la actualidad muchos conocimientos a nuestro alcance, no hemos podido remediar nuestra mala relación con el agua.
Y nuestro país no es el único caso. La Ciudad de México, construida sobre un sistema de lagos drenados después de la conquista para ampliar la ciudad, 500 años después continúa tapando sus ríos para construir avenidas, mientras se hunde por la sobreexplotación de sus acuíferos. Por otro lado Bogotá, fundada sobre una sabana plagada de humedales y ríos, mantiene remanentes de estos cuerpos entre el concreto de la ciudad, que siempre vuelven aparecer luego de una fuerte lluvia, inundando las principales avenidas de la capital.
A 40 años de tres importantes desastres en nuestro continente -como los terremotos de Chile y México y la erupción volcánica en Colombia-, y con la necesaria reflexión sobre qué hemos aprendido para disminuir los riesgos, es momento de entender que el Sistema Tierra es un entramado de fuerzas interdependientes. Reconocer que el agua y la tierra tienden a encontrarse en momentos de crisis y la necesidad de proteger nuestros patrimonios naturales y ampliar la mirada para observar los paisajes hídricos que han dejado sus huellas en nuestras ciudades. Huellas que nos advierten que por donde una vez pasaron pueden volver a aparecer, y nos recuerdan que quizás, dónde estamos pisando ahora, alguna vez pasó un río.
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