En los últimos meses algunas voces han proclamado de forma triunfalista que la confianza legítima -aquella expectativa razonable de que el Estado no terminará el vínculo con el funcionario a contrata de forma abrupta o arbitraria cuando ha sido renovado varias veces- ha sido expulsada del empleo público. El dictamen de la Contraloría de noviembre y algunos fallos iniciales fueron presentados casi como su acta de defunción. Pero los hechos muestran lo contrario. La confianza legítima no murió; lo que está exhausto es un régimen de contrata desbordado y un Estatuto Administrativo que dejó de reflejar la realidad hace más de treinta años.
Las cifras lo explican mejor que cualquier teoría. Según Pivotes (2024), considerando el universo total de funcionarios -planta, contrata y honorarios- solo el 31% pertenece a planta, mientras 44,3% está a contrata y 24,7% a honorarios. En la práctica, la temporalidad dejó de ser un mecanismo excepcional y terminó convirtiéndose en la columna vertebral del Estado. La antigüedad promedio de quienes están a contrata supera los siete años, y en muchos servicios bordea los 10 u 11.
La historia confirma el desajuste. Como documenta Rosa Gómez (2020), si se observa solo a quienes se rigen por el Estatuto Administrativo, la transformación es drástica: en 1994, el 82% estaba en planta y el 18% a contrata; para 2018, la relación se invierte, con 79% a contrata y solo 21% de planta. En 1995, por cada funcionario a contrata había tres de planta; en 2018, por cada funcionario de planta había 2,4 a contrata. Nada de eso fue acompañado por una reforma seria del estatuto. El Estado reemplazó la estabilidad por vínculos temporales, pero nunca adecuó la ley para sostener ese cambio.
Esa falta de ajuste produjo otra consecuencia: frente a un estatuto inmóvil, el Estado terminó creando figuras ad hoc para poder operar. Honorarios que actúan como verdaderos funcionarios ("agentes públicos"), contratas en cargos de jefatura habilitadas por glosas presupuestarias, categorías híbridas que mezclan Código del Trabajo con funciones permanentes y un uso creciente de "otras calidades jurídicas" que multiplica la fragmentación. No es que la confianza legítima haya distorsionado el sistema; es que el sistema ya estaba distorsionado antes.
En ese escenario surgió y se expandió la confianza legítima. No es una planta encubierta ni un derecho a permanecer. Es un límite mínimo frente a decisiones abruptas cuando la propia administración ha renovado, año tras año, un vínculo formalmente temporal pero materialmente permanente. El problema -y aquí está mi crítica- es que, al volverse masiva la contrata y mantenerse rígido el Estatuto Administrativo, la confianza legítima terminó funcionando como un parche jurisprudencial para un sistema que ya no se sostiene.
La tensión entre criterios lo evidencia. Durante años, la Contraloría -especialmente bajo Bermúdez- aplicó un estándar de dos años para configurar confianza legítima, mientras la Corte Suprema fue consolidando uno de cinco años como umbral mínimo para siquiera analizar expectativas razonables. Cuando Dorothy Pérez dictó el dictamen E561358, no eliminó el principio: señaló que la materia había devenido "litigiosa" porque los tribunales sostenían un criterio distinto. Algo real, el problema surgió por el momento: diciembre, plena transición municipal y miles de renovaciones pendientes, dejando a funcionarios sin vía administrativa, y obligados a judicializar.
Los fallos posteriores tampoco confirmaron su supuesta muerte. En el recurso contra el dictamen, la Corte Suprema suprimió los considerandos donde la Corte de Apelaciones proclamaba el fin de la confianza legítima. En el caso Curicó confirmó un resultado de la Corte de Apelaciones, pero no confirmó expresamente la tesis de que "no tiene consagración normativa". Y solo días después, en el caso del Hospital San Borja Arriarán, acogió el recurso de un funcionario con más de 20 años de servicio, afirmando que terminar sin causa fundada un vínculo prolongado es ilegal y arbitrario.
¿Por qué tanto zigzag? Lo que hay es un problema institucional evidente: la integración. Entre 2019 y 2024, solo el 11% de las sesiones de sala de la Corte Suprema se integraron exclusivamente por ministros titulares; en el 81% participó al menos un abogado integrante y en el 38% un suplente (Observatorio Judicial, 2025). En una Tercera Sala que cambia semana a semana, también cambian los énfasis, los límites y los criterios. No es una sospecha; es un dato. Y se confirma, si uno revisa las integraciones de los fallos sobre la confianza.
Por eso, la discusión no es si la confianza legítima "vive" o "muere". Sigue operando porque el sistema no da para más. La confianza legítima es el síntoma. Mientras la planta siga reducida, la contrata desbordada y el Estatuto Administrativo congelado en 1989, cada diciembre será una ruleta y cada fallo no dependerá de la norma sino de quién integre la sala ese día. La certeza no vendrá de un dictamen ni de una sentencia, sino de una reforma que devuelva coherencia a un sistema que hace mucho dejó de sostenerse.
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