Los datos de lesiones y muertes constatan que los varones son víctima de violencias de género de manera generalizada. Son, también, los principales ejecutores de violencias. Es imposible disminuir la violencia contra las mujeres sin disminuir la violencia social y entre varones. El foco de la prevención debe estar en la educación de varones y mujeres.
Castigar a aquellos exclusivamente por el testimonio de una acusadora en favor de sí misma en nada disminuye la violencia y produce odios de género. Puede, además, llevar a una sentencia injusta, como ocurrió con Ahmed Tommouhi y Abderrazak Mounib, condenados en España, en 1991, a 30 años de reclusión por una primera violación, lesiones y robo. Cuando se supo que habían sido detenidos, otras mujeres agregaron denuncias por violación. Los acusados incluso fueron "reconocidos" por las víctimas en rueda de sospechosos, en especial por Nuria, entonces de 14 años.
Pero Nuria, algo después de que terminó el juicio de 1991, reconoció al verdadero violador en una foto, tras ser también detenido y condenado por otros delitos. Guardó silencio. Solo 30 años después, es decir, hace unos meses, cuando Ahmed había ya purgado la condena y Abderrazak había muerto en prisión, llamó al periódico El País y contó a un redactor: "Soy Nuria. Me gustaría decirte lo difícil que es todo esto para mí. Pienso que esta persona es otra víctima más. Y que lo tengo realmente en mi corazón. Nunca he sabido qué hacer ni cómo ayudar en ese aspecto, pero sé que él ha sido otra víctima más en todo este proceso [...] Exponerme es algo mínimo comparado con el sufrimiento de quien ha pasado tantos años en la cárcel" (El País, 24 de junio 2023).
Aunque ya había cumplido la condena, Ahmed quiso reparar su honor y pidió al Tribunal Supremo revisar la sentencia. El testimonio de Nuria fue incluido en la petición y hace unos días ese tribunal admitió que, en 1991, no se valoraron las pruebas que los acusados presentaron desmintiendo a las acusadoras. Ahmed logró limpiar su historial, pero nada compensará los 30 años de cárcel y el acoso mediático sufrido.
En 2019, cargado con un deseo de hallar un culpable porque su hija se había dado muerte -lo que no equivale a aclarar el caso-, el padre de Antonia fue pieza clave en generar un movimiento político en contra de quien él sindicó como culpable también de violación. El movimiento dio lugar a que se responsabilizara al acusado de forma casi unánime en el mundo político y en las redes sociales. Al imputado, hoy condenado, se le acusó judicialmente por violación, pero el reproche político-mediático y el que le hace el padre de Antonia es además por el suicidio de su hija. Eso llevó a la improvisada Ley Antonia, que obstruye la defensa de los varones, entre otras cosas, porque da a la mujer un privilegio de interpretación de los hechos, desvalorizando el relato del varón. Algo similar sucedía en la Edad Media, pero a la inversa, cuando solo valía el testimonio del varón. El movimiento iniciado por el padre de Antonia encontró respaldo en el contexto extremo y punitivo que se instaló en asuntos de género en el actual gobierno.
La justicia es una. Politizar el caso Antonia lo alejó de la justicia, porque no hay dos justicias, una para Antonia y otra para el acusado. La Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, conocida como Convención de Belém do Pará, no autoriza las desigualdades en materia de género, tampoco en los juicios contra varones, ni permite responsabilizar a un varón por la sola declaración de la acusadora.
La nulidad del primer juicio por parcialidad de un juez, las múltiples intervenciones políticas en contra del acusado y el amplio movimiento mediático que le condenó de antemano por un suicidio no punible legalmente obligan a preguntarse si justicia, fiscales y peritos pudieron escapar a la presión. La prevención de todas las violencias no está en la cárcel, sino en la escuela.
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