Las movilizaciones feministas, que han acaparado la agenda pública, han generado una amplia discusión sobre la dominación de género y sobre lo que significa ser mujer en Chile. Decenas de cartas y columnas en los medios elaboran en torno a este momento histórico, que ha visibilizado una de las formas más crudas de violencia de género: la que se ejerce en contra de la autonomía de las mujeres, de su voluntad y en contra de la prerrogativa individual sobre el propio cuerpo.
En buena hora, aun cuando la invisibilidad de los abusos cotidianos es verdaderamente inexplicable. Solo una buena dosis de estereotipos y presunciones sobre un supuesto placer femenino por provocar, sobre la inclinación de las mujeres a ser guiadas, y sobre su timidez al ejercer su albedrío, podrían haber mantenido este estado de cosas. Y eso es lo que las jóvenes feministas están derribando con tanta propiedad. La violencia de género es, en esta esfera, brutal y tangible.
No olvidemos, sin embargo, que todas las instituciones sociales - familia, trabajo, educación, política, religión, etc.- plasman relaciones jerárquicas y de poder en torno al género, en gran medida avalado por un régimen de normas que las legitiman y hacen imperceptibles.
En la mundanidad de lo cotidiano, las interacciones entre personas “comunes y corrientes” reproducen, aunque también pueden alterar, estas relaciones y patrones sociales que distinguen la posición de las mujeres y la desigualdad de género en Chile.
Esta normalidad sobrevive precisamente en las prácticas del día a día, desde las que percibimos como inocuas (como la galantería heterosexual) a las más salvajes (como la violencia sexual y el femicidio). Desde los márgenes, el orden de género es desafiado hoy en lo más brutal, y a la vez, en las limitaciones que implica pensar el género solo como binario masculino/femenino.
Para abordar políticamente esta complejidad macro y micro social del género, es necesario, como punto de partida, un compromiso sostenido y de largo aliento que tienda a desestabilizar prácticas exclusionarias de la base institucional, que reproduce en su actuar relaciones de poder y dominación de género.
Un buen comienzo sería atender las imperiosas demandas de la sociedad chilena actual, surgidas paulatinamente en la última década, y que incluyen: el aseguramiento del derecho a la identidad de género; la afirmación de derechos sexuales y reproductivos, incluyendo el aborto; la erradicación de la violencia de género en todas sus formas; la garantía de acceso a recursos institucionales -entre otros, al trabajo y educación- despojado de criterios sexistas y clasistas; y el hacer efectiva la representación política de mujeres y disidencia sexual.
Pocos de estos problemas podrán ser abordados por la agenda de género recién anunciada por el gobierno de Sebastián Piñera, no solo por la incierta trayectoria feminista de su sector, sino por la restringida definición del problema del género que contiene el plan. Las propuestas en torno a la maternidad, violencia en el pololeo, seguro de salud y promoción de mujeres en el trabajo, aunque reconfortantes, son mínimas. Aún así, requerirán de igual modo una convicción gubernamental capaz de enfrentar resistencias y consolidar el desmantelamiento de prácticas institucionales y sociales excluyentes.
La historia de las políticas de género en Chile muestra, además, que ignorar la interacción de la desigualdad de género con la marginación económica, o por origen nacional, raza o etnia, trae, como consecuencia, que medidas inclusivas de un grupo tengan como efecto la exclusión o precarización de otro (como puede ocurrir con la flexibilización del trabajo o con algunas medidas de protección a la maternidad). Por lo mismo, es desacertada la tentación de corregir discriminaciones estructurales gravando grupos sociales particulares, como sería con los hombres, para igualar precios de la salud.
En suma, más allá de lo discursivo, un auténtico afán transformador no podrá gestarse sin considerar, por una parte, la dependencia mutua de normas, instituciones, e interacciones sociales; y por otra, los efectos acumulados de múltiples formas de exclusión en las personas. Es decir, sin ponderar la complejidad de las relaciones que configuran al género.
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