Navidades

Manejo por las calles atochadas de mi ciudad. La mañana ha sido calurosa y algo amarga, plagada de discusiones sin propósito (siempre he pensado que las facturas cobradas después de algunas horas por lo que se dijo, lo que no se dijo, etc., no tienen propósito), no contribuye a mi paz espiritual los bocinazos, los autos presurosos de consumidores de último minuto.

Doña Evelyn por la radio, llama a los empleadores a cuidar el descanso de sus dependientes y a los consumidores a tratar con respeto al dependiente” que también tiene una familia”. “Wishfull thinking” me digo, pesimista.

En el pasado, en vez de sonreír descreídamente, yo también creía que sí, que era posible rescatar el sentido de las fiestas.

Llegado tardíamente a la fe católica, ya casado, siempre me rebelé contra el mercantilismo navideño, con el hecho de correr de un lugar a otro (tengo cuatro hijos), adquirir uno o dos regalos para ellos, para la señora, para la secretaria, para el amigo secreto, para el junior, para el repartidor de diarios, el que recoge la basura, el cartero. Algún engañito para mi mamá, para mi suegra, mi suegro. Noche de Paz. Noche de Amor.

En mis tiempos de fiscal en Banco Estado, a un director laico, no creyente, le molestó que se hiciera misa en los pasillos de una institución del Estado. Protestó. Le contesté que en el hemisferio occidental, en Chile, la navidad recuerda el nacimiento de Jesús.

Saltándose la insolente respuesta de obviedad, sonrió sin disimular la misma ironía mía que me acompaña hoy mientras escucho las pías palabras de la ministra del Trabajo. Intentó el argumento.

-Pero desde 1925 está separada la Iglesia del Estado, me dijo.

-Es cierto, pero en Chile provenimos de una civilización cristiana, si estuviéramos en Egipto, la cosa sería distinta.

No lo convencí para nada o bien pensó que no valía la pena desencantar a este joven idealista que no quería ver como, unos pocos metros allá afuera, sólo existía el festival de regalos de ofertas y ofertantes de “llévelo ya oiga” que nada tenían que ver con la civilización cristiana que yo invocaba con tanta convicción.

¿A qué iba? ¡Ah, sí! Es que por ese entonces tenía la ambición de que las cosas fuesen distintas. Que un buen regalo por hijo era suficiente, que un solo regalo tipo amigo secreto, que... Sufrí lo peor. La ley del hielo. Resistí menos que los franceses con su Línea Maginot frente al acoso de los pánzer alemanes. Tuve que recular. Con el agravante que llevaba más de 24 horas de retraso en comprar los 3 regalos que me faltaron por hijo y ponerme al día con todos los demás de la nómina.

Para colmo, la pataleta cortita de chillido intermitente de mi mujer, me impuso la pena de nos, antes de la cena familiar donde mis suegros (no podemos dejarlos solos) y donde mis cuñados (se van a sentir y tienen regalos para los niños)

Noche de Paz.

Pero la negociación no fue tan O-6, 0-6. Logré sacarle esa Navidad (no fuera a pensar que había entregado las herramientas sin pedir nada a cambio), un tiempito para que me acompañara a la Misa del gallo a las 19 horas. Frente a los Cerros de la pre cordillera (antes del pánico de la gente de San Carlos de Apoquindo frente al acecho de unos “chunchos” poblacionales y promovidos).

¡Cuántos años han pasado! me digo, y descubro que las reflexiones me han sacado de la cabeza la ingrata reunión.

No tengo ya cargos ejecutivos y no hay amigo secreto en la oficina ,ni regalos para las secretarias, ni para los estafetas, ni el jefe; ni destino tiempo a las cientos de tarjetas , escritas con la prisa interesada antes que con el corazón .

Mi madre partió a los cielos hace un lustro; mi suegra agoniza( mi suegro desfallece a su lado de dolor) . Y tengo el privilegio de recibir en mi casa a tres de mis cuatro hijos (mi única hija y mis dos nietos viven en Lima) y la promesa de la visita para el almuerzo del 25, de mi suegro y otros sobrinos. Convinimos todos un gesto, el regalo del amigo secreto. Y una buena comida.

De esos tiempos febriles que abandonaron mi realidad Pascuera, quedó algo. El rito de ir a la Misa de navidad del cura Montes, con mi mujer, en los contrafuertes cordilleranos de San Carlos de Apoquindo.

Allí respiro profundo, prendo una vela, canto las viejas canciones navideñas (y un cumpleaños feliz para ese gran cura Montes) y rozo así, algo de la Noche de Paz que añoraba en tiempos de mi primera adultez, en medio de la fiebre del consumo de esos días.

Lo demás ya no está. Para bien o para mal, me digo, ya no está.

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