¿Quién cuidará de nosotros?

Elaine Acosta González
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Los recientes resultados del Censo 2012 en materia de cambios demográficos parecieran ser una sorpresa, pero en estricto rigor, no lo son tanto. Preocupante es que, como sociedad, y dada su envergadura, nos ‘tomen por sorpresa’. Lo cierto es que Chile es una sociedad que envejece a pasos agigantados (está entre los cinco países con menor crecimiento de América Latina y ha pasado de tener un índice de Adulto Mayor de 44 en 2002 al 67 en 2012). Junto al crecimiento de este grupo, la población con algún tipo de discapacidad que requiere atención es significativa. El censo refiere 2.119.316 personas con algún tipo de discapacidad.

En paralelo a estos datos ilustrativos del incremento en la demanda de cuidados, el crecimiento considerable de la tasa de participación económica femenina (34,59% en 2002 al 42,39% en 2012) confirma una tendencia sostenida de aumento de la participación de las mujeres en el mercado laboral que, si bien es un logro significativo, plantea al mismo tiempo, preocupantes problemas de déficit de proveedores de cuidado, teniendo en cuenta que ha sido este grupo quien tradicionalmente ha asumido esas funciones dentro de la familia.

Sin embargo, cuando hablamos de déficit de cuidado no solo nos referimos a las nuevas necesidades ligadas al envejecimiento demográfico.Emergen con fuerza también los nuevos derechos de los receptores de cuidado por ser atendidos, cuestionando de paso las formas tradicionales de cuidar a las personas, en la familia y a cargo de las mujeres, en tanto no son ya posibles y mucho menos deseables.

En diez años, las personas residentes en Chile nacidas en el extranjero han pasado de 184.464 en 2002 a 339.536 en 2012. Este crecimiento ha estado estrechamente vinculado a al incremento de la oferta laboral de cuidados en el ámbito doméstico familiar.

Frente a las necesidades perentorias de las personas en situación de dependencia, la menor disponibilidad de cuidadoras en el hogar y la escasa e insuficiente respuesta del Estado, las familias han tenido que optar cada vez con mayor frecuencia por el recurso de la contratación de cuidadoras domésticas inmigrantes para resolver sus demandas de cuidado.

Como resultado, se ha producido una creciente feminización de los flujos migratorios hacia Chile, con un claro predominio de mujeres en el total de la población extranjera.

A pesar de que la inmigración femenina ha venido a resolver un importante conjunto de demandas de cuidado, fundamentalmente aquellas menos deseables por la mano de obra nacional, esta solución ha sido y seguirá siendo una respuesta parcial e insuficiente a la crisis.

Para empezar, porque solo está disponible para un grupo reducido de la población, aquel que cuenta con los recursos económicos para contratar una empleada doméstica/cuidadora en el domicilio. Seguido de lo anterior, porque ha disminuido con ello la presión sobre el Estado de atender de manera eficaz y eficiente una responsabilidad social.

Visto lo visto, estamos en presencia de una profunda crisis de los cuidados y el tema aún está lejos de ocupar el lugar prioritario que merece en la agenda política y científica. El debate y reconocimiento social del cuidado como un problema público, en el que al Estado le cabe una alta responsabilidad, es aún una materia pendiente.

En Chile se ha ido transitando de un modelo de máxima responsabilidad privada en relación con el cuidado de personas dependientes hacia uno de tipo estatal productivista. En efecto, el Estado ha ido adquiriendo un rol más activo pero, dado el carácter productivista, actúa de modo funcional a las demandas del mercado tratando de compensar sus deficiencias.

En consecuencia, la familia, en particular las mujeres, continúan asumiendo, con altos costos, la mayor parte de la carga de cuidados, sin que esta sea debidamente reconocida a nivel público. Los procesos de reforma recientes no han logrado subvertir el carácter excluyente de los sistemas de bienestar, al continuar estando focalizados en ciertos grupos.

Como resultado, el conjunto de la población que queda fuera de estos beneficios continúa resolviendo privadamente sus necesidades de cuidado, y para ello, recurre a alternativas menos costosas y más funcionales desde la perspectiva de las necesidades de la familia, pero que no siempre son las más adecuadas desde el punto de vista de los requerimientos y derechos de las personas que demandan cuidados.

En términos de impacto, el incremento de la población mayor agrega nuevas necesidades ‘sociales’ de cuidado en el mediano y largo plazo, al tiempo que en el presente genera un conjunto de tensiones al coexistir con las tradicionales demandas provenientes del cuidado infantil y la menor disponibilidad de cuidadoras.

Sin embargo, el problema no es solo de cuántos más están o estarán necesitando ser cuidados, sino también de las preferencias y valoraciones acerca de dónde y cómo se desearía ser cuidado.

Los cuidados ya se están reorganizando. Pero en qué dirección es la pregunta que urge plantearse en el debate público.

¿Se trata de una redistribución democrática de esta responsabilidad social o de un escenario donde se perpetúa la desigual distribución que histórica y culturalmente han tenido los cuidados?

Es de esperar que la pregunta emerja y que con la discusión no olvidemos, al decir de E. Glenn, que una sociedad que valore el cuidado no sólo será una sociedad más agradable y más buena, sino también una sociedad más justa y equitativa.

¿No es acaso eso lo que anhelamos más profundamente los chilenos y chilenas para nosotros mismos y nuestros familiares?

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