Cuidar a otro ser humano es uno de los actos más esenciales y, paradójicamente, más invisibles de nuestra sociedad. Quienes cuidan -en su mayoría mujeres, personas mayores o en situación de vulnerabilidad- lo hacen desde el silencio, la rutina y el sacrificio, entregando su tiempo, energía y afecto sin horarios, sin derechos laborales, sin redes de apoyo ni reconocimiento social. Cuidar, en este contexto, se ha vuelto sinónimo de desaparecer.
Esta desaparición no es voluntaria. Es la consecuencia de una estructura que ha delegado el cuidado al ámbito privado, como si se tratara de una elección personal o de un gesto natural de amor. Se espera que cada familia resuelva como pueda, sin apoyo real del Estado ni del sistema económico, que sigue funcionando como si la fragilidad no existiera, como si no fuésemos todos, en algún momento de la vida, dependientes del cuidado de otros.
La realidad es que los cuidadores existen a la sombra de quienes cuidan. Su trabajo sostiene la vida, pero permanece relegado a un lugar marginal, casi invisible. No aparecen en las estadísticas económicas ni en los discursos de productividad. No se consideran en los presupuestos públicos ni en las negociaciones laborales. Y aun así, ahí están, cada día, garantizando lo más básico: que alguien se alimente, se levante, tome sus medicamentos, tenga compañía, no muera de abandono.
La reciente creación del Sistema Nacional de Apoyos y Cuidados en Chile es una señal alentadora. Reconoce, por primera vez de manera institucional, que el cuidado no puede seguir siendo una responsabilidad individual ni exclusiva de las familias. Este sistema busca coordinar servicios y políticas para beneficiar tanto a quienes requieren cuidados como a quienes los entregan, promoviendo una corresponsabilidad que incluya al Estado, el mercado, las comunidades y los hogares.
Sin embargo, aún estamos lejos de transformar esta proyección en una realidad concreta. Los cuidadores continúan sin derechos laborales, sin protección social y sin compensación económica: es necesario protegerlos, acompañarlos y reconocer, en términos reales, el valor de su trabajo.
Y a pesar de todo, los cuidadores resisten. Lo hacen en un tiempo distinto al del mundo acelerado: el tiempo de la espera, de las pequeñas victorias cotidianas, de la constancia silenciosa. Resisten sin certezas ni descanso, porque alguien tiene que sostener la vida cuando todo lo demás falla. Son los guardianes invisibles de una humanidad que muchas veces prefiere mirar hacia otro lado.
Cuidar no puede seguir siendo un acto solitario ni una carga silenciosa. Es un trabajo, una responsabilidad colectiva y un derecho. Es también una forma de amor radical que sostiene el mundo desde la ternura y la resistencia.
Porque en cada gesto silencioso de un cuidador, hay una forma profunda de sostener el mundo sin que el mundo lo sepa. Y visibilizarlos hoy es la única forma de no fallarles mañana.
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