Las acusaciones de falsificación o maquillaje de datos -en proceso de investigación- que pesan sobre el chileno Claudio Hetz (neurocientífico de la U. de Chile) y de algunos de sus colegas, denunciadas recientemente por el periodista y científico alemán Leonid Schneider, ponen sobre la mesa una abierta y generalizada contradicción de la actividad: Hacer ciencia bajo la presión de las reglas del neoliberalismo y de sus indicadores de éxito.
No son pocos los investigadores(as) que han sido sorprendidos cuando de manipulación de datos científicos se trata y que cosecharon numerosos réditos, premios, donaciones y fama, tan esquivos para la gran mayoría de colegas y también competidores.
Los más renombrados, el Dr. Andrew Wakefield (UK), Dr. Scott Reuben (USA), Dr. Yoshitaka Fujii (Japón) y una larga lista de pseudocientíficos. Todos con muchas de sus publicaciones rechazadas por fraudes o fake science.
Sin embargo, ¡el daño está hecho! y nunca bien entendido por las audiencias ciudadanas que asignan un valor ético a la investigación y la credibilidad, sin cuestionamientos a sus protagonistas.
La constante mercantilización que se observa en la producción científica, así como su difusión en revistas con bajos niveles de revisión por pares, han abierto un espacio a publicaciones de calidad cuestionable, levantando una serie de preguntas, fundamentalmente dirigidas a la obtención de resultados dudosos.
Algunos autores advierten que el entorno de hipercompetencia, lo perverso del sistema de financiamiento y la de un modelo de negocio cambiante para los centros de investigación, afectan el desempeño científico.
El estudio publicado en Plos Biology (2016), confirma que el modelo de incentivos actuales para los científicos, propician estudios de poco impacto y con conclusiones erróneas o falsas. Que no permiten la maximización del valor científico de las investigaciones, priorizando por estudios pequeños y con bajo poder estadístico. El resultado final, la mitad de los estudios que se publican, reportarán conclusiones erróneas.
Si los sistemas de recompensas y beneficios no son los correctos, y los modelos de medición o métricas vulnerables por su manipulación, se están generando las condiciones basales para incrementar el volumen de publicaciones de baja calidad y la obtención de resultados falsos, que en un entorno de comunicación digital, pueden adquirir mayor visibilidad.
De hecho, editores de las afamadas revistas Nature, Science y otras revistas han pedido que se minimice la métrica JIF (Journal Impact Factor), y la Sociedad Estadounidense de Microbiología ha anunciado eliminar el factor de impacto de todas sus revistas, aligerando la carga de exigencias para los investigadores.
Tal como se preguntaba Jean Lyotard (1991), dónde reside la legitimidad de estas narrativas y conocimientos, esto es, en la opción de ser mercantilizados. Ácida crítica que este filósofo francés -uno de los autores de la corriente posmodernista- realiza al conocimiento tecno-científico.
Esta interface -del laboratorio a la revista- es particularmente sensible, dado que la publicación especializada en journal, es la suma de modelos de investigación o de los estados de avance de la actividad científica, que pone en escena los hallazgos de una investigación y su capacidad futura de ser puesta en el mercado en forma de producto.
Si la transferencia entre la academia y el proceso tecnológico de convertir, por ejemplo, la molécula (química) en un medicamento o un chip en el cerebro de un smartphone conlleva una gestión del conocimiento, como aprovechamiento de este saber. ¿Podemos asegurar que esta transición se encuentra ajena a los intereses del científico o de los grupos de poder?
Estos fraudes abundan y han sido tardíamente sancionados. El caso del Dr. Andrew Wakefield (UK) y su investigación que descartaba la utilidad de la vacuna triple (rubéola, sarampión y paperas) dada su capacidad potencial de producir autismo, tardó 12 años en ser rechazada hasta que finalmente The Lancet admitió que era una publicación falsa. Sin embargo, el movimiento antivacunas ya estaba arraigado en el Reino Unido y Europa.
No sólo es la falta de revisión por pares como una posible causa que impidan desmontar la pseudociencia, también resulta complejo verificar los fake científicos por cuanto las revistas especializadas no se interesan en publicar estudios de verificación, por lo tanto los científicos no son propensos a su elaboración. Lo que interesa a las editoriales es la novedad, aunque carezca de fuerza estadística o de relevancia.
El fake científico o montajes en ciencias, especialmente en salud, son extremadamente sensibles, dado que potencialmente pueden alterar planes de salud a nivel nacional, modificar la inversión de políticas públicas o incidir en la academia a través de resultados viciados que de no ser objetados, generan una cadena de estudios mal diseñados y con resultados alterados.
La discusión, de verdades y falsedades científicas, podría ser el espacio propio de un debate y de sus procedimientos. No obstante, la mala ciencia cuando se encumbra en las publicaciones académicas y en los medios de comunicación, se diseña, escribe y habla como ciencia formal, que busca beneficiar a aquellos científicos inescrupulosos o grupos económicos que prefieren resultados defectuosos o ambiguos a resultados de calidad que no resultarían favorables.
La incertidumbre y volatilidad que ha generado la pandemia ha hecho patente la actividad científica, por lo tanto sometida al escrutinio social de una ciudadanía que hace valer su derecho fundamental a estar informada y como paso legítimo, sin retorno, para la democratización de la ciencia y tecnología.
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