Algo profundo está ocurriendo con la ciencia. Más allá de la anécdota o del recorte presupuestario, se está gestando una transformación civilizatoria de alto riesgo: el conocimiento científico, históricamente cultivado como un bien público y una herramienta colectiva para comprender y mejorar el mundo, queda desplazado por lógicas de poder autoritario y mercantilización radical.
La reciente ola de despidos masivos en agencias científicas en Estados Unidos, sumada a la denuncia de miles de científicos sobre la destrucción del sistema de investigación bajo el actual gobierno, es apenas un síntoma visible de un proceso más amplio. Lo preocupante no es solo la eliminación de puestos o el cierre de programas estratégicos, sino el debilitamiento intencional del sistema que sustenta la verdad científica: autonomía institucional, financiamiento público estable, pluralismo epistemológico, y un pacto social que valore el conocimiento como base de la democracia.
En este nuevo orden, la ciencia se transforma en un objeto funcional al mercado o en un obstáculo que debe ser neutralizado. Gobiernos con tendencias autoritarias, en alianza con grandes corporaciones tecnológicas cuyo negocio se basa en la manipulación de datos y emociones, erosionan sistemáticamente las bases de la deliberación racional. El conocimiento ya no se disputa en espacios abiertos ni se somete a revisión crítica: se reemplaza por algoritmos que optimizan clics, miedos y adhesiones ideológicas.
Esta transformación no es neutra. Supone una profundización dramática de la desigualdad. En un mundo donde la investigación se privatiza y se instrumentaliza, solo aquellos con más recursos podrán acceder al conocimiento de frontera, mientras las mayorías quedarán confinadas a versiones fragmentadas, opacas o directamente distorsionadas de la realidad. En América Latina, donde la inversión en ciencia ha sido históricamente insuficiente, este proceso puede traducirse en una nueva dependencia cognitiva: importaremos no solo tecnología, sino también narrativas, prioridades e interpretaciones de nuestros propios problemas.
Chile no está ajeno a esta encrucijada. En un año electoral marcado por la banalización del debate y el avance de discursos populistas, el riesgo es alto. Las promesas simplistas y las fórmulas mágicas no sólo trivializan la complejidad de los desafíos que enfrentamos -desde el cambio climático hasta las transformaciones demográficas o la crisis de seguridad-, sino que además desplazan la centralidad de la evidencia, la investigación y el pensamiento crítico como insumos imprescindibles para la toma de decisiones. Un ejemplo evidente de estas consecuencias es lo que se está viviendo en el país vecino. El debilitamiento del sistema científico argentino ya se está sufriendo como una "fuga de cerebros", la que tendrá efectos duraderos por décadas.
Defender la ciencia hoy no es solo una cuestión gremial o académica: es una defensa de la posibilidad misma de construir futuro para todas las personas. Implica garantizar condiciones para la investigación autónoma, pero también reconstruir un pacto social donde el conocimiento riguroso, diverso y crítico sea un valor compartido. Significa, en el fondo, elegir entre vivir en sociedades capaces de entender y transformar su destino, o sucumbir a la manipulación, la ignorancia y el dogma.
Chile tiene la oportunidad -y la responsabilidad- de tomar un camino distinto. Apostar por la ciencia como bien público, por universidades comprometidas con la verdad y por una ciudadanía que valore la complejidad, puede ser una forma concreta de resistir la deriva autoritaria y desigual que hoy amenaza al mundo. Sin embargo, esto requiere mucho más que discursos. Necesitamos convicción política, inversión sostenida y, sobre todo, una ciudadanía que no renuncie a su derecho a comprender lo que la rodea.
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