Jeannette Jara y la batalla de las pasiones

La política, en este escenario, ya no se juega solo en torno a proyectos, sino a pasiones. Y algunos saben convertirlas en capital. Kast, por ejemplo, no se presenta como un simple "autoritarismo". Sino como el restaurador del orden perdido. Como quien convierte la inseguridad en certeza, la rabia en enemigo, el miedo en voto. No importa que sea con medias verdades o slogans: importa que calme la angustia. Y, ojo, esa promesa no es solo control: es goce. Goce del castigo, goce del límite, goce de "poner las cosas en su lugar". Por eso funciona: porque no solo tranquiliza, excita.

En el terreno de las pasiones tristes, Matthei denunció una "campaña asquerosa", acusándolos la difusión de videos manipulados destinados a ensuciar su imagen y dañar su credibilidad. No se trató de un simple cruce entre candidaturas rivales, sino del uso intencionado del rumor y la desinformación como estrategia afectiva: para desestabilizar, para indignar, para dividir. Lo que se activa ahí no es la reflexión, sino la pulsión: rabia, miedo, sospecha. En vez de disputar proyectos, se busca sofocar el debate. No se trata de ganar votos, sino de encapsular afectos en la lógica del ataque. Una clásica jugada de pasiones tristes.

Y ojo también, el progresismo no está inmune. A veces se sube al mismo tren: indignación performática, cancelación exprés, hashtags que alivian, pero no transforman. Como si denunciar fuera igual a construir. Como si la furia bastara para gobernar. Aquí aparece un desafío para la candidatura de Jara y sus partidarios: no convertirse en eco de esa dinámica, sino en su contraste. No porque tenga la respuesta mágica, sino porque tiene la posibilidad de disputar la elección en otro terreno: el de las pasiones alegres. Hablar desde lo común, desde la vida cotidiana, desde la posibilidad concreta de estar mejor. No se trata de gritar más fuerte, sino de ofrecer un horizonte donde valga la pena mirar. Ese es el reto: demostrar que se puede competir sin caer en la trampa del miedo o la rabia. Que hay política más allá del grito.

Si logra instalar esa tensión o disputa -pasiones tristes versus pasiones alegres-, no solo estaría levantando una candidatura sino también devolviendo a la política su dimensión de futuro.

Porque en un clima donde la indignación se ha vuelto trending topic, sostener la esperanza es un acto difícil. Y no hablamos de la esperanza de cartón del marketing, sino de una lúcida: que no se arrodilla ante el conflicto, que no banaliza el disenso, que construye sin espectáculo.

Incluso el voto nulo -ese gesto que presume neutralidad- es una pasión triste. Una renuncia disfrazada de lucidez. Es indignarse sin comprometerse más que con sí mismo. Y ya sabemos cómo termina eso: los restauradores del orden nostálgico avanzan cuando los demócratas se cansan.

Por eso, diciembre no es solo una elección: es una escena transferencial. ¿Qué significa esto? Que no votamos solo por un programa, votamos por una promesa. Proyectamos en los candidatos algo más que gestión: el orden que calma la angustia, la reparación frente a la herida, la fantasía de que alguien nos devuelva lo perdido. En otras palabras, depositamos en esa figura la respuesta a lo que no sabemos cómo resolver. ¿Queremos un padre que castigue, un coach que motive o alguien que nos permita imaginar vivir juntos sin destruirnos? Eso está en juego. Más que números, son afectos en disputa. Porque, si no, comprobaremos lo que siempre se supo: cuando el deseo se rinde, el miedo manda.

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