El mundo enfrenta una crisis sin precedentes en materia de salud pública, a consecuencia de la irrupción de la COVID-19, que tendrá impactos de enorme envergadura en la vida de las personas y las comunidades.
Tenemos, sin embargo, confianza en que la ciencia logrará una respuesta a través de una vacuna y medicamentos. Pero, además, resultará necesario que la pandemia sea una oportunidad para que los Estados y las sociedades rectifiquen su marcha en un conjunto de materias. Una de ellas es la revalorización de la ciencia y de la actividad de las comunidades científicas y académicas.
En primer lugar, la pandemia muestra en forma dramática la importancia estratégica de una inversión pública robusta en el desarrollo de la investigación científica.
En ese sentido, la realidad muestra las limitaciones existentes en Chile, cuando se constata que, conforme al contenido del Presupuesto de la Nación 2020, los recursos destinados al sector se mantuvieron en niveles del 0,38% del PIB, muy lejos del 2,4% promedio de la OCDE y fueron inferiores a 2017. Israel aporta el 4,2 por ciento y es hoy uno de los países que está trabajando en la creación de vacunas y fármacos para enfrentar el coronavirus, y que basa una parte significativa de su economía en la exportación de tecnología.
Si el análisis solo se circunscribe a América Latina, Chile es superado por Brasil, Argentina, Costa Rica y México.
El fundamento más recurrente para justificar las restricciones de inversión pública ha sido el imperativo de asignar prioridades a la agenda social, lo que soslaya que la producción de conocimiento científico no se justifica por si misma, sino que es condición para acometer el desafío de contar con nuevas herramientas para elevar en forma creciente la calidad de vida de las personas en un conjunto de dimensiones.
El reto es construir una agenda de innovación y desarrollo de la ciencia y la tecnología, con protagonismo académico de las universidades públicas, que permita la gestión profesional de la investigación, la implementación de un programa nacional de educación científica y sustentar proyectos en áreas prioritarias para el desarrollo de Chile, teniendo presente los cambios que se están produciendo en el mundo contemporáneo.
Ello tendría un impacto incuestionable en el desarrollo sustentable y en el crecimiento cultural, económico y social del país. Quizás debería ser un ámbito a abordar, también, en el proceso constituyente.
También es relevante la participación del sector privado en la sustentabilidad material de los proyectos e iniciativas de investigación científica, pero ello debe ser estimulado desde el poder público, con medidas audaces y creativas, y desestimando la idea de que la sola operación del mercado puede proporcionar soluciones consistentes.
Existen, por cierto, incentivos del Estado a través de CORFO o de Conicyt, en el marco de la norma de incentivo tributario a la investigación y desarrollo, pero la realidad muestra que ello es insuficiente.
En segundo lugar, es necesario profundizar la transferencia tecnológica, el “ecosistema” de transmisión de conocimientos entre el mundo científico con el Estado, la sociedad civil y el sector privado. Es también clave incrementar la cooperación e intercambio internacional en estas materias.
Para ello es fundamental la existencia de voluntad política en general, y en particular la decisión del poder público de fortalecer las comunidades científicas y de asumirlas como actores clave a la hora de la formulación de políticas públicas.
Lo ocurrido con COVID–19 muestra las situaciones complejas que genera que los poderes públicos no escuchen a la ciencia.
Hace 13 años, el 2007, cuatro microbiólogos del Centro de Investigación de Infecciones e Inmunología de la Universidad de Hong Kong publicaron un estudio en una publicación científica en el que advertían que un nuevo tipo de coronavirus, encontrado en los murciélagos de herradura, eran “una bomba de tiempo”.
La investigación iniciada el 2003, fue encabezada por los científicos Vincent C. C. Cheng, Susanna K. P. Lau, Patrick C. Wood y Kwok Yung Yuen y desarrollados en el Laboratorio de Enfermedades Infecciosas Emergentes.
Su trabajo fue publicado en la Revista de Microbiología Clínica de la Sociedad Americana de Microbiología. “La necesidad de preparación no debe ignorarse”, concluían (“Severe Acute Respiratory Syndrome Coronavirus as an Agent of Emerging and Reemerging Infection”).
No fueron las únicas advertencias desde las comunidades científicas del mundo. En Estados Unidos, en la revista “Nature” N° 21 de noviembre de 2015, hace poco menos de cinco años atrás, se publicó un trabajo de investigación de 15 científicos de la Universidad de Carolina del Norte que advertían el peligro de una epidemia mundial por la aparición de “un virus mortal capaz de pasar de los murciélagos a los humanos”, advirtiendo además que aún no existía un tratamiento para combatirlo.
El doctor Ralph Baric, director del equipo de investigación y experto en coronavirus, manifestó a “Science Daily”, “La pregunta no es si habrá un brote, sino más bien cuándo y si estaremos preparados para afrontarlo”.
El trabajo en revista “Nature” indicaba: “Debido a la capacidad (de estos coronavirus) para replicarse en cultivos de vías respiratorias humanas, causar patogénesis in vivo y escapar a las terapias actuales, es necesario tanto la vigilancia como la mejora de las terapias contra los virus circulantes similares al SARS”.
También señalaba que la capacidad de replicarse en el huésped indicaba que estos CoV podían “causar enfermedad en modelos de mamíferos, sin mutación”.
Es decir, podían pasar directamente, sin alteraciones o adaptaciones, de los murciélagos a los humanos (“A SARS–like cluster of circulating bat coronaviruses shows potential for human emergence”).
Todos los pronósticos muestran que la pandemia tendrá un costo de enorme magnitud en vidas humanas, golpeará los sistemas de salud pública y, además, provocará impactos de larga duración en el desarrollo económico y social, en el marco de un ciclo recesivo al que no escapará Chile.
Es la dolorosa confirmación que el costo de fortalecer las capacidades científicas es menor que el costo de enfrentar eventos críticos de este carácter sin estar preparados, y que en ese empeño se puede y debe posicionar a la ciencia y las comunidades científicas como referente clave de las sociedades.
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