En el mundo se publican más de tres millones de artículos científicos al año. Se estima que alrededor del 90 por ciento nunca ha sido citados, y el 50 por ciento de ellos no son leídos. No estoy con esto cuestionando la necesidad de publicar resultados. La ciencia debe compartirse, difundirse y, por lo tanto, publicarse. Mejor si es en una revista científica, donde existe revisión de pares y un consejo editorial responsable.
La crítica es hacia la academia y la necesidad artificial de "publicar o perecer", al asignar los fondos según "productividad", tendencia general a los indicadores de rendimiento: Medir lo que se puede medir y dejar de lado lo que no, de modo que lo medible adquiere una importancia desmedida. Como plantea la Ley de Goodhart, cuando una métrica de evaluación se convierte en objetivo, deja de ser una buena métrica.
Por eso, la Declaración de San Francisco sobre la Evaluación de la Investigación enfatiza la necesidad de eliminar el uso de métricas basadas en revistas al decidir sobre financiación, nombramientos y promociones. Como señala Gonzalo Génova en "La burbuja cienciométrica considerada perjudicial", utilizar solo el factor de impacto es como utilizar solo el peso para juzgar la salud de una persona.
¿Qué sucede entonces? La academia ha sucumbido a la infoxicación, al exceso o sobrecarga de información que impide profundizar. La ciencia tiene un proceso y un método que muchas veces es muy lento. Hay más marcadores de excelencia que el número de publicaciones y el impacto de la revista donde han sido publicados.
No son fáciles, muchos ni siquiera son claros, pero por el bien del conocimiento científico debemos encontrarlos.
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