Hace unos días asistí a un seminario de carácter técnico, uno de esos donde el público es mayoritariamente especialista y las preguntas del público suelen ser más largas que las respuestas. En medio de una mesa redonda se produjo una confusión tan breve como reveladora: dos expositores, ambos expertos reconocidos en su campo, usaban la misma sigla –PCR- para referirse a cosas distintas. Uno hablaba de la Reacción en Cadena de la Polimerasa, herramienta básica de la biología molecular; el otro, del Plan de Continuidad de Riesgo, empleado en gestión ambiental. Durante unos segundos ninguno comprendía al otro. La escena provocó una risa generalizada, pero dejó flotando algo más inquietante: si incluso entre especialistas el lenguaje científico se bifurca al punto de impedir la comprensión mutua, ¿qué posibilidades reales tiene la ciudadanía de sentirse parte de ese universo?
Podría haber ocurrido con siglas como AI (inteligencia artificial o análisis isotópico) o GIS (sistema de información geográfica o índice genético sintético). La anécdota es sólo un síntoma de un fenómeno más profundo: el avance exponencial del conocimiento científico, que se multiplica a un ritmo cercano a una nueva ley de Moore del saber humano. Si cada 18 meses se duplica la capacidad de procesamiento de la información, también pareciera duplicarse la distancia entre disciplinas, el vocabulario técnico y la comprensión común del mundo. Lo que antes era un océano de ideas compartidas se ha convertido en un archipiélago de lenguajes especializados, en donde las islas se miran a través de nubes de papers, protocolos y modelos matemáticos.
Cuando esa incomprensión alcanza a los propios expertos, el resto de nosotros solo podemos hacer algo parecido a un acto de fe. Creemos en la ciencia, pero raramente la entendemos; confiamos en ella como quien confía en una brújula que no sabe fabricar. Para el científico, la fe está depositada en el método, en su capacidad de corregirse y depurar errores. Para el ciudadano común, la fe se traslada a las instituciones públicas, que suponemos han incorporado la racionalidad científica en sus decisiones. Al detenernos ante un semáforo, creemos -sin saberlo- en la física que justifica la distancia de frenado; al comprar un alimento, confiamos en la toxicología y en la estadística que dieron origen al etiquetado; al habitar un edificio, aceptamos implícitamente la ingeniería que sostiene las normas de construcción.
Este entramado invisible de confianza constituye, en el fondo, una de las bases del contrato social moderno: la idea de que la ciencia no solo produce conocimiento, sino también legitimidad para las reglas que nos gobiernan. Cuando ese vínculo se debilita, la institucionalidad democrática pierde su orientación racional. La voluntad política, despojada de la guía que le ofrece la evidencia, queda sola ante el vértigo de la contingencia, obligada a decidir por impulso, presión o cálculo electoral. En el mejor de los casos, gobierna por reacción a la coyuntura; en el peor, por capricho del autócrata de turno.
La desafección ciudadana hacia la ciencia -esa mezcla de desconfianza, indiferencia o fatiga cognitiva- no es entonces un problema cultural menor, sino un proceso de erosión institucional. Allí donde la evidencia deja de ser un punto de encuentro, la política se vuelve terreno de fe pura, y la fe sin método acaba siendo el preludio del dogma. Si queremos preservar la democracia, debemos reconstruir la confianza en la ciencia no como una verdad revelada, sino como un espacio común de razonamiento, un lenguaje compartido que permita volver a entendernos, incluso cuando usemos las mismas siglas para hablar de cosas distintas.
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