Hace unos días recordamos el muy mal llamado "Descubrimiento de América" y que el año 1492 ha sido tradicionalmente presentado como el inicio de la "era moderna", el momento en que Europa "descubrió" un nuevo continente. Sin embargo, ese discurso eurocéntrico, repetido durante siglos, encubre uno de los procesos más violentos, devastadores y deshumanizantes de la historia: la conquista y colonización del Abya Yala (América Latina y el Caribe), aquel encuentro fue una invasión que transformó profundamente las estructuras sociales, culturales y ecológicas del continente, imponiendo un (des)orden de dominación que aún hoy persiste bajo nuevas formas.
El mal llamado "Descubrimiento de América" fue, en realidad, una empresa de saqueo legitimada por el poder político, económico y religioso de los imperios europeos. Los pueblos indígenas, con sus sistemas de organización, sus lenguas, filosofías y cosmovisiones, fueron violentamente subordinados a un orden ajeno. Se destruyeron civilizaciones enteras, se impusieron fronteras, se erradicaron religiones, se prohibieron lenguas y se redujo a millones de personas a la servidumbre.
La violencia física fue acompañada por una violencia simbólica de igual magnitud: la negación del otro como sujeto, el silenciamiento de su voz, la imposición de una historia contada, hasta hoy es así, desde la mirada del vencedor. También la deslegitimación de un modo de estar en el mundo.
Las sociedades indígenas no concebían la tierra como propiedad privada, sino como un espacio común, sagrado y vivo. La irrupción del modelo económico europeo, basado en la acumulación y el extractivismo, rompió ese equilibrio. Desde entonces, el continente americano se convirtió en una fuente inagotable de materias primas, de trabajo forzado y de riqueza para las metrópolis europeas.
El impacto cultural fue igualmente profundo. La evangelización forzada borró o tergiversó prácticas espirituales ancestrales. Las instituciones coloniales impusieron una jerarquía racial y social que aún perdura: la idea de que lo europeo era sinónimo de civilización y lo indígena, de barbarie. Esa mentalidad colonial se infiltró en las estructuras políticas, en la educación, en los cánones estéticos y en la autopercepción de los pueblos de américa morena. En nombre de un supuesto progreso, se justificó la destrucción de culturas milenarias y se sembró una vergüenza identitaria que solo en los últimos decenios se ha podido avanzar en su erradicación.
Reducir la conquista a un evento del pasado es un error ya que la colonización no terminó con las independencias del siglo XIX. Las élites criollas, herederas del poder colonial, mantuvieron los mismos patrones de exclusión y explotación hacia los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos. La independencia política no significó una emancipación cultural, ni económica, las nuevas repúblicas siguieron subordinadas a los intereses de potencias extranjeras. Así, la lógica colonial se transformó en neocolonialismo.
Hoy, más de 500 años después, las formas de colonización persisten, aunque disfrazadas de modernidad, desarrollo o globalización. La colonización contemporánea no se ejerce ya con espadas y cruces, sino con tratados comerciales, corporaciones transnacionales y plataformas digitales y se manifiesta en distintas dimensiones:
El modelo extractivista implantado en el siglo XVI sigue vigente. América Latina y el Caribe continúa siendo proveedora de materias primas para los mercados globales. Las grandes corporaciones extranjeras explotan recursos naturales sin consideración por las comunidades locales, ni por el medio ambiente, reproduciendo la lógica del saqueo colonial. La deuda externa, los organismos financieros internacionales y los tratados de libre comercio refuerzan esta dependencia. En muchos casos, los gobiernos nacionales actúan como intermediarios de intereses foráneos antes que como defensores del bien común.
El poder simbólico de Occidente sigue intentando y muchas veces logrando moldear las identidades latinoamericanas. El cine, la moda, la publicidad, las redes sociales y los medios de comunicación globales promueven una cultura homogénea basada en el consumo, el individualismo y la idealización de lo blanco y lo europeo. Las lenguas de los pueblos indígenas continúan siendo marginadas; la educación, en muchos países, sigue centrada en paradigmas europeos.
Esta colonización de la mente, como la llamó el pensador africano, keniano, Ngũgĩ wa Thiong'o, impide que los pueblos se reconozcan desde sus propias raíces y construyan una identidad liberada de la mirada del colonizador.
En el siglo XXI, el poder no solo se ejerce sobre territorios, sino también sobre los espacios virtuales. Las grandes empresas tecnológicas, principalmente estadounidenses, controlan la infraestructura digital, los datos personales y los algoritmos que determinan qué vemos, qué pensamos y cómo nos relacionamos. Este nuevo imperialismo de la información convierte a los usuarios en mercancía y concentra el poder del conocimiento en manos de unos pocos. La soberanía digital de los países latinoamericanos es, en gran medida, una ilusión. En esta línea es importante leer el gran trabajo "Sobre el Colonialismo Digital" del profesor de la Universidad de Playa Ancha Andrés Tello.
Quizá la más profunda de todas es que el sistema académico y científico sigue reproduciendo esquemas eurocéntricos. Los saberes indígenas y populares son relegados o deslegitimados como "no científicos". Se sigue valorando más una teoría importada de Europa o Estados Unidos que el conocimiento ancestral de las comunidades andinas, amazónicas o mesoamericanas. Esta jerarquía epistemológica perpetúa la dependencia intelectual y frena la posibilidad de construir un pensamiento verdaderamente descolonizado.
En este contexto, hablar de descolonización es o debe ser un proyecto político y ético urgente. Implica recuperar la memoria, resignificar las identidades, repensar la economía, la educación y la relación con la naturaleza desde una perspectiva propia.
La conquista de América latina y el Caribe no terminó; mutó. La dominación se volvió más sutil, más sofisticada, pero no menos efectiva. Sin embargo, persisten las resistencias: los movimientos indígenas que reivindican su autonomía, las comunidades que defienden el territorio, los artistas y pensadores que deconstruyen los mitos fundacionales del "descubrimiento". Ellos encarnan la otra historia, la que no se escribe desde el poder, sino se sitúa desde los márgenes, es el primer paso para imaginar un futuro distinto, uno en el que la diversidad, la justicia y la dignidad sustituyan al despojo, la desigualdad y la dependencia. Solo así, quizá, podremos decir que la colonización, esa que empezó con la espada y hoy continúa con el algoritmo, habrá llegado verdaderamente a su fin, porque ¡la vida inexorablemente triunfará!
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