Transformar la adversidad en un motor de innovación propia

En la década de 1980, Chile enfrentó un embargo de armas motivado por la situación política interna y la fuerte oposición que despertaba el régimen militar en el contexto internacional. Ese cierre forzoso del acceso a proveedores tradicionales, en particular de Estados Unidos y Europa, implicó severas restricciones para la modernización de las Fuerzas Armadas, pero también gatilló un efecto positivo inesperado: el fortalecimiento acelerado de la industria nacional de defensa.

Famae, Asmar y más tarde Enaer se vieron obligadas a asumir tareas más sofisticadas que antes dependían del extranjero, desde la producción de municiones y blindados hasta la construcción y modernización de buques y aeronaves. La necesidad de sostener capacidades de defensa con recursos propios fue, en cierto sentido, una "escuela de autonomía" que dejó huella más allá del fin del embargo, dando lugar al nacimiento de una industria de defensa, incluyendo la creación de empresas cien por ciento privadas.

Hoy, la situación geopolítica global, marcada por la tensión permanente en torno a Taiwán, la guerra en Gaza y, sobre todo, la invasión a Ucrania, ha generado una suerte de "embargo de facto" para países como Chile. No se trata de sanciones formales, sino de la presión de la demanda internacional, el desvío de cadenas de suministro hacia los grandes teatros de conflicto y el encarecimiento de componentes críticos. La prioridad de los grandes fabricantes está en abastecer a quienes participan directamente en esos escenarios, y América Latina, que ya representa un porcentaje menor en el mercado global, enfrenta crecientes dificultades para acceder tanto a equipos como a tecnología. No es un aislamiento político, sino la simple aplicación de las leyes de oferta y demanda.

En este nuevo contexto, Chile podría repetir la lección de los años '80: transformar la adversidad en un motor de innovación propia. Pero con una diferencia fundamental: el desafío ya no se reduce a disponer de "hardware" suficiente para mantener la capacidad de disuasión, ya que la verdadera competencia estratégica se libra en el terreno tecnológico: sistemas de mando y control, software de integración, sensores avanzados, inteligencia artificial, ciberseguridad. Es en ese nivel donde se juega la capacidad de disuasión del siglo XXI. Y a diferencia de hace cuatro décadas, el país cuenta hoy con un ecosistema de ciencia, tecnología, conocimiento e innovación mucho más robusto, que comienza a reconocer la oportunidad de colaborar con el sector defensa en proyectos de frontera.

El desarrollo de capacidades locales en defensa no es un ejercicio cerrado ni exclusivo. Las tecnologías generadas tienen un evidente potencial de uso dual: la tecnología que permite a los satélites para observación terrestre hacer su trabajo también sirve para mejorar los procesos en la agricultura y minería; los sistemas autónomos son aplicables tanto a seguridad como a logística civil; los avances en materiales, comunicaciones y energía tienen impacto en múltiples sectores productivos. La convergencia entre defensa y economía real puede ser un catalizador poderoso para un desarrollo industrial más diversificado y competitivo.

En un plano más filosófico, el desafío no es solo técnico o presupuestario, sino cultural. El ecosistema científico y tecnológico nacional debe percibir la magnitud de la oportunidad que se abre. Y los actores de la defensa deben comprender que la inversión en desarrollo tecnológico local no es simplemente una forma de sostener lo existente, sino una capacidad estratégica en sí misma. El conocimiento y la innovación son las nuevas fronteras de la disuasión, y tenemos la ocasión de integrarlos como una oportunidad de convertir un contexto adverso en un punto de inflexión para su futuro.

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