“Un día cualquiera”, en una ciudad inexistente

“Desde su inmovilidad se sorprendió envidiando la vida del reportero gráfico que se mueve siguiendo los impulsos de las multitudes, la sangre vertida, las lágrimas, las fiestas, el delito, las convenciones de la moda, la falsedad de las ceremonias oficiales; el reportero gráfico que documenta los extremos de la sociedad, los más ricos y los más pobres, los momentos excepcionales que se producen en todo momento en todas partes”. Ítalo Calvino, en Los amores difíciles

Las cinco historias que conforman este largometraje realizado por idéntico número de directores nacionales, muestran un par de evidentes deficiencias audiovisuales: la debilidad del argumento que sostiene a cada uno de los relatos, y la irrealidad social y de maneras con que se aborda la problemática fílmica del Santiago contemporáneo.

Bautizados con alguno de los nombres de los siete días regulares de una semana, el quinteto de cortometrajes que integran  “Un día cualquiera” (2017), el último y novedoso estreno chileno de la temporada, inaugura un formato cinematográfico poco común en el circuito nacional, pero de larga data, uso y competencia en la industria estadounidense y europea, sin ir más lejos: reunir un conjunto de relatos fílmicos bajo la rúbrica de diversos autores, y lanzarlos al mercado sobre la conjunción de un prisma y de una temática dramática en común.

Ese hecho resulta de por sí valioso y cita un esfuerzo creativo digno de ser valorado, más allá del juicio crítico y ecuánime que merezcan los resultados de esa deliberación artística e intelectual.

Así, “Jueves”, de Elisa Zulueta; “Lunes”, de Héctor Morales; “Martes”, de Aranzazú Yankovic; “Sábado”, de Sebastián Brahm y “Viernes”, de Álvaro Viguera tienen el objetivo de proyectar una imagen de la ciudad de Santiago en cuanto escenario del amor romántico vivido por un grupo restrictivo de ciudadanos, a los cuales los grandes problemas del país no parecieran afectarles, y donde las deficiencias urbanas de la metrópoli sólo atravesarían el corpus de la “ficción”, y en ningún caso a las variantes de la sosegada y calma realidad diegética de “Un día cualquiera”.

El primer punto de análisis se desprende, de la visión artística de una ciudad inexistente, en el afán de los cineastas chilenos de impedirse observar el mundo que los rodea tal cual es, con sus matices y cacofonías: o de ricos o de una oda a la marginalidad extrema, los realizadores locales evitan, salvo honrosas excepciones, manifestarse acerca de la sociabilidad mesocrática que corresponde a la mayoría abismante de quienes habitan en la capital de Chile.

De hecho, el fenómeno amoroso de “Un día cualquiera” evidencia la praxis afectiva de un grupo de individuos aislados del contexto social y político prevaleciente para cualquier observador imparcial de estos puntos cardinales. Aquí los ancianos excéntricos que rematan gramófonos y discos de vinilo de música clásica, los jóvenes profesionales pagados de si mismos, los libreros desprendidos y las ladronas hermosas de textos literarios sofisticados abundan con la certidumbre de que esos tipo humanos y maneras de comportamientos psicológicos y hasta antropológicos, sólo se atestiguan en el cono urbano de mayores ingresos de la ciudad, si es que, quizás… Providencia, Vitacura, Las Condes, Lo Barnechea.

A esa irrealidad de núcleos dramáticos estructurales, le sigue la opción poco arriesgada por filmar en interiores y en espacios cerrados que aumentan aún más, si cabe la posibilidad, la idea de estar apreciando un ghetto situado en coordenadas inubicables e inalcanzables para el resto de los espectadores que no pertenecen a esa exclusividad geográfica y suntuaria, por no decir inmobiliaria.

El amor parece ser un hobby, un pasatiempo, y la poesía la diversión de un grupo de adultos jóvenes atormentados precisamente a falta de enfrentar la rigurosidad de una cotidianidad desprovista de los meandros, tristezas, estrecheces e infelicidad padecida por la inmensa proporcionalidad de los chilenos.

Llama la atención de sobremanera esta vertiente del análisis, pues creadores como Álvaro Viguera y Sebastián Brahm, registran importantes antecedentes en la escritura y en la elaboración de guiones y de libretos tanto teatrales como cinematográficos.

Pero la estética de una telenovela jamás abandona a ninguno de los cinco cortometrajes de “Un día cualquiera”: la preferencia por los planos exiguos, la grabación en interiores o estudios, la escasa credibilidad de algunos argumentos, la banda sonora un tanto cliché, y el tono dramático fuera de los equívocos y de las convulsiones que hace un par de años respira la sociedad chilena, y que la dividen: económicos, laborales, políticos, y hasta filosóficos en la concepción y en las formas de entender la vida en común que nos ha impuesto el azar o el destino, sojuzgan y omiten las otras cualidades audiovisuales de este largometraje rodado a cinco ojos.

Como colofón, un par de líneas consagradas al trabajo actoral de los intérpretes dramáticos que muestran cierta vitalidad y espontaneidad en el abordaje de diversos registros, a excepción del timbre de su voz, de la actriz María Gracia Omegna (protagonista del cortometraje “Jueves”), en un calificativo que se obtiene luego de valorar sus intervenciones audiovisuales y arriba de las tablas, durante los últimos meses.

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