Comprendo que mientras más complejas sean las instituciones humanas más necesario es el respeto por ciertas normas de conducta, rituales colectivos o formas establecidas de comportamiento, que, miradas con distancia, a veces parecen extraños e innecesarias, y que en la actualidad existe una ingente pulsión por eliminarlas; un deseo frenético por prescindir de ellas, abolirlas como se hace con la esclavitud o la pena de muerte. Pero si uno se detiene a pensar, muchas veces que esas normas, rituales y formas, por muy exóticas y superfluas que parezcan, sirven precisamente para darle sentido a cierta manera de hacer las cosas, darle orientación y orden, incluso dotarlas de un significado simbólico que ayude a darle valor a la acción emprendida, como decíamos, en el marco de una institucionalidad que los integrantes consideren importante, trascendente o sagrada.
Por eso siento simpatía por los rituales religiosos, incluso aunque los encuentre carentes de sentido, podrían simular representar algo que para mí no existe o no tiene valor o que es falso, pero igual existirán otros que sí le dan significación, lo que hace que el ritual mismo sea bello, emotivo y significante: quizás sea una paradoja, permitídmela; me gustan las ceremonias de coronación de reyes, trato de entender el significado de cada detalle y el sentido que los correspondientes súbditos le dan a ese ritual monárquico, por mucho que no sea la monarquía mi preferida forma de gobierno; me encantan en general las costumbres consolidadas u obligaciones normativas asociadas a actos culturales, esas que llevan años, las tradiciones rituales, como por ejemplo, los primeros pies de cueca para inaugurar una fonda, los cortes de cinta, las botellas de espumante que se quiebran contra la proa de un buque nuevo; me emocionan las palabras de los jueces civiles a las parejas que se matrimonean, por mucho que el funcionario lea o recite de memoria un texto tipo que se pronuncia miles de veces al año; me encantan las ceremonias de los cambios de gabinete; las cuentas públicas si son breves; los vocativos en los discursos públicos (aunque moderados); las fiestas de cumpleaños hasta con el soplado de las velas (aunque cada día soporte menos la famosa cancioncilla de las hermanas Mildred y Patty universalmente conocida y cantada); en realidad los rituales de los aniversario en general, los de los cumpleaños, con la recepción de amigos y familiares; los regalos, los brindis, el trozo de torta y los santuchitos son muy importantes, sirven para hacer una pausa en la vida cotidiana y separase del tráfago doméstico para pensar, para reflexionar de lo que ha sido la vida, qué se yo; proyectar el futuro, delinear el derrotero personal desde ese momento, mirase el ombligo, dejar de engañarse.
Más allá de que estas palabras caigan en el abismo del olvido, ese día debería convertirse en una instancia reflexiva, en el retorno ala oscura y silenciosa cámara de reflexiones, donde el sujeto se encuentra desnudo y sólo ante su conciencia para escudriñarse. Pero bueno, no todo es filosofía, ese día también es importante para regar la amistad con buenos brebajes, con humor, música y una buena mesa para compartir con los que uno más quiere. ¡Cómo no va a ser importante! ¿Sin formas, cómo celebro un cumpleaños? ¿Sólo enviando mensajes al voleo lanzados fríamente en el 'guasap'?
Decía que son importantes las normas, rituales y formas, que para los efectos de estas cavilaciones apuntan para el mismo lado: al modo de ordenar la convivencia de los hechos importantes; importantes tanto para la persona en su ámbito "institucional antropológico íntimo" como la familia, los amigos, como también en lo concerniente a lo "institucional sociológico público", el trabajo, la escuela, el supermercado, el restorán, etcétera, y más allá, en las grandes actividades del Estado como son las actividades políticas.
Sin embargo, y aquí me detengo, de entre los múltiples rituales humanos de la categoría "antropológica íntima" están el beso, el apretón de manos o el abrazo. Que comportan un aspecto físico importante, en el sentido de aproximar los cuerpos en un gesto de generosidad, empatía y respeto, o de amistad, cariño o amor, pero que por sobre todo quiere significar más allá de su connotación física evidente, distintos modos o mecanismos de relacionarnos con los otros. Están también los saludos como una amable venia, o el quitarse el sombrero (ya desaparecido de la moda masculina, desafortunadamente); el gesto con la palma de la mano levantada, el dedo para arriba; en fin, un completo catálogo de significantes corporales, como verdaderos emoticones, cada uno con un sentido distinto, como verdadero abecedario de mensajes.
Pero de todos ellos, sin duda, no hay nada más rico que un beso, la exquisita sensación de rozar con los labios la piel, la mejilla, acaso los mismos labios de una persona que uno le tiene cariño, o de frentón, que quiere o ama.
Sin seguir necesariamente la nomenclatura de la taxonomía de Rosengarden, podemos encontrar distintos tipos de besos, aunque en esta oportunidad me referiré sólo a los más simples, a aquellos que insinúan una pequeña explosión al hacer estallar los labios cerrados en punta en la mejilla del otro, generando un sonido chispeante sobre la epidermis de la persona, una especie de big bang microscópico de sensualidad, depositado con esmero en la superficie tibia del rostro de la persona querida, un tenue sonido húmedo, que incluso a veces sólo es el roce de una piel con otra, estallando en al aire a medio camino entre los pómulos y la oreja. Mientras más se aleje de la piel o de los labios del otro más frio será el ósculo, si en cambio, si el pequeño big bang se acerca a las comisuras labiales del que recibe, comienza a fluir una lava interna por el sistema nervioso que puede descontrolar a cualquiera, aún más, algunos se atreven a lanzar en un tiempo infinitesimal las líneas tangentes de los frágiles bordes labiales, suficiente acción para aminorar los impulsos de la libido y así compensar aunque sea en parte, el deseo irrefrenable de un gran beso carnoso en plena boca. Cosa que por lo demás hoy, sin consentimiento de la otra persona está penado por la misma ley que antes lo permitía.
Pero dejémonos de este orden de cosas. Hablamos de los besos simples como instancia normativa, proceso cultural que tiene distintas significaciones, y que se realiza indistintamente en variados escenarios y circunstancias. Me referiré en especial a esa costumbre nacional de dar besos a diestra y siniestra, besar por la sencilla obligación social de que entre hombres y mujeres se saludan con un beso y que entre hombres se saluden sólo con la mano. Lo anterior significa que la costumbre nos obliga a saludar de beso a quienes queremos besar pero también a quienes no queremos besar.
Y ahí está el problema. Pese a todo lo dicho en los párrafos iniciales, respecto a mi gusto por los rituales humanos por muy extemporáneos que parezcan, no hay nada que me desagrade más que tener que besar sólo porque la tradición lo exija. Los besos dados sin sentimiento son una costumbre inútil, fea, incluso poco higiénica. Pero la normativa nos obliga a hacerlo. En ese sentido, en otros países, menos latinos, la formalidad inhibe el saludo de beso, permite un sobrio, distante, aunque no menos amable saludo de manos, siempre de manos, entre hombres y mujeres, incluso también sólo entre mujeres, cuando las personas no se conocen o cuando la relación es puramente formal, cuando se trata de temas laborales o profesionales. Así el saludo puede representar la distancia necesaria entre personas que no anhelan un vínculo distinto al estrictamente formal. Aquí en Chile besuquearíamos hasta la Reina de Inglaterra, si se nos presentara el caso. En relación a las normas, rituales y formas, es mucho lo que debemos aprender de los ingleses.
Todos tenemos experiencias de incómodos ósculos, besos fallidos, personas que en vez de presentarte la mejilla, te pasan la nuca, el profundo y repulsivo aroma de un perfume dulzón, las hediondas acideces de un teñido, con un poco de suerte, el olor al champú de coco. Recuerdo cuando pequeño los besos de esa típica tía vieja pasada a colorete, sus labios con ocho capas de pintura estampando carmesíes por toda superficie besable.
No hay nada peor que los besos de más, como aquellos que se reparten entre las autoridades asistentes a un acto que sentadas en la testera se saludan de beso cada vez que uno de los personeros vuelve a su asiento tras intervenir con un discurso desde el pódium. Vuelve la ministra a la testera y el alcalde se pone de pie y la saluda de beso, aunque antes de que se sentaran ya se habían saludado, luego le corresponde al alcalde discursear, y también, al volver a la testera es la ministra la que se pone de pie para devolver el saludo con el tercer beso del día, y si hay más oradores, éstos continuarán con la rutina de seguir besándose al volver de su discurso, en un eterno vaivén de besuqueos cómplices que intentan celebrar la palabras del orador como si los aplausos dedicados en cantidad fueran insuficientes para manifestar el agrado por las palabras dichas. Luego viene el cóctel, y al despedirse, la última ronda de besos: besos ajenos, gélidos y desabridos.
En una época incluso, fue moda entre los futbolistas, a la usanza rioplatense saludarse de besos cada vez que los cambiaban, cada vez que un jugador salía de la cancha se cruzaba con el jugador entrante saludándose con un beso en la mejilla, como creyendo que copiando esas costumbres seríamos tan buenos futbolistas como los argentinos, cuando en realidad, nos son más que modas que duran lo duran las modas.
El tema no es que entre los hombres no se besen, de hecho, huelga decir, con mis hermanos y padre nos besamos con afecto cada vez que nos vemos, lo mismo con algunos amigos queridos después de tiempos de alejamiento, pero claro, son besuqueos voluntarios, expresión de un sentimiento sincero y profundo, son simbólicos, no buscan el roce epidérmico, ni depositar con nuestros labios restos de partículas de ácido desoxirribonucleico en la mejilla del otro sino apenas sólo la microscópica explosión que produce el tañido de los labios en el aire.
Por eso los besos los debería guardar sólo para la gente que quiero: mis hijos, mis padres y hermanos, la familia en general; por cierto, las amigas, los cercanos. Son el último recinto de la intimidad sincera de afectos, antes del amor desenfrenado de pareja, el espacio mínimo del cariño expresado a los que a uno le da la gana.
El beso no es otra cosa que la norma social voluntaria, un espléndido y mágico ritual, la forma perfecta de dedicar al otro la eternidad en un instante efímero y provisorio, el minúsculo fragmento de todo el desordenado amor que circula en el universo.
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