Ese recreo de especialistas llamado la “cuestión homérica”podría reducirse ala pregunta, ¿existió el bardo o sólo fue un recopilador de narraciones que amalgamaría en esas dos incombustibles rapsodias? Para Nietzsche se trata de una cáscara vacía, “creemos en el gran autor de la Ilíada y la Odisea pero no creemos que aquel poeta fuese Homero”.
Soslayando la controversia, si comparamos estos umbrales literarios, a la Odisea la sentimos más próxima a las peripecias y afanes de seres comunes y corrientes. Es decir, a nosotros mismos. Ya no estamos entre héroes semi divinos, invictos guerreros o formidables ejércitos sino en medio de las adversidades de un individuo obstinado en retornar al terruño.
La nostalgia impregna el mito de Odiseo o Ulises, quien, afligido por Penélope, sus padres y el hijo Telémaco, enfrenta tenazmente al proceloso océano. Mientras unos lo aman y esperan, otros, aspirantes a sus bienes y al lecho de la esposa, sólo desean su perdición.
Durante el dilatado peregrinar, preservando su dignidad en los rigores del exilio, emociona más que los paladines de Troya porque se humaniza y vuelve cotidiano. Sigue siendo ingenioso y táctico, pero predomina en él la obsesión por volver.
Ulises no quería ir a la guerra y tal vez por lo mismo es más hondo el sufrimiento por su reino y familia ausentes. El escurridizo e inasible regreso, amarga copa bebida por tantos desterrados, tornan más sobrecogedoras y entrañables sus averías.
Ante las calamidades, ejemplo de aguante y versatilidad en el alongado deambular. Y la Odisea misma, dribleando siglos sorprende como relato realista, mágico y de colorida lozanía. Sus personajes, al margen del tiempo o posición social, viven profundas y singulares experiencias.
La travesía marítima simboliza la existencia humana y el viaje es un principal tema literario.
Siglos más tarde, Ulises de Joyce mediante, el “de las muchas mañas” reaparece como antihéroe encarnado en Leopoldo Bloom o Poldy. Quizá este pasaje de La República inspirara al irlandés: “El alma de Ulises puede escoger, pero recordando sus infortunios pasados, buscó largo rato hasta descubrir, arrinconada, la pacífica estirpe de un simple particular y al verla exclamó que, aun cuando hubiera sido la primera en escoger, no habría hecho otra elección”.
“Apoteosis del fracaso” o “epopeya de las frustraciones psicológicas y desajustes sociales” es la saga de Ulises-Bloom. De origen judío, este desvalido hijo de vecino, rodeado de todos y siempre solo, estirará la noche hasta el amanecer, un 16 de junio de 1904.
Novecientas páginas, con el lenguaje como protagonista central, recrean el periplo del mítico griego, reducido a un kilométrico vagabundear por las calles de Dublín; jornada de infinito parloteo, condumios, bebidas y remolienda. También algunas irreverentes canciones religiosas.
“Yo soy un chico raro
mi madre es una virgen
mi padre un pájaro.”
Es el Bloomsday festejado anualmente por los dublineses.
En otro signo de persistencia, el “de los muchos senderos” continuaría reverdeciendo laureles. Ahora, en La Odisea, vastísimo poema del cretense Nikos Kazantzakis, gesta y drama del hombre contemporáneo, reseñadas en cabalísticos treinta y tres mil trescientos treinta y tres versos.
“Cuando a los insolentes jóvenes Ulises hubo muerto
en los vastos patios, colgó el arco bien saciado;
caminó hasta el baño tibio para lavar su cuerpo.”
Y sucedió que, puesta en orden la casa y reparados los destrozos, con campos y viñedos productivos, comenzaría a aburrirse de los placeres hogareños hasta que, hastiado del paraíso doméstico, una irresistible comezón y ansiedad lo impulsan a buscar nuevas sensaciones por piélagos y tierras ignotas.
Navigare necesse est.
En La divina comedia, Dante lo hace explayarse de este modo: “Ni las dulzuras de mi hijo, ni la piedad debida a un padre anciano, ni el mutuo amor con Penélope, pudieron vencer el ardiente deseo que tenía de conocer el mundo, los vicios y las virtudes de los humanos, así que me lancé por el abierto mar sólo con el navío, y los compañeros que nunca me abandonaron”.
El caudillo de Katzanzakis será un errante solitario. No vaga un día por una ciudad, como Bloom, sino por épocas, mares y continentes. Transformado en luchador contra la injusticia, sueña con una ciudad perfecta, sufre prisiones y es un asceta que medita y, finalmente, avanza hacia la soledad total confinándose en los hielos antárticos.
Se ha invertido la alegoría del retorno al lar.
A su vez, Leopoldo Marechal, valiéndose del “monólogo interior”, efectúa en Adánbuenosayres una aproximación porteña al Ulises dublinés. Y si Joyce bosqueja una ordenanza para arreglárselas sin Dios, una especie de evangelio laico, el narrador argentino intentará demostrar cumplidamente lo contrario: no podemos pasarla sin Él, el mundo es un espejismo o una ratonera si no se resuelve y realiza en Él.
Una dimensión discutible de esa gran novela, según Cortázar.
En cuanto al Ulises clásico, su venganza suele reducirse al descalabro de los pretendientes. En realidad, muy pronto se supera a sí mismo; después de despacharlos, recibe un funesto informe de la acusete nodriza Euriclea: con los descarados galanes habían yacido doce esclavas. Las mismas que, luego de sudar limpiando el palacio, serían ahorcadas sin contemplaciones, tarea encargada a su hijo Telémaco.
Odiosa y excesiva reacción si se piensa que él, en sus prolongadas aventuras, tuvo tres hijos con la hechicera Circe. Y gracias a los favores de la reina Calipso, que en la isla Ogigia le ofreciera eterna juventud, sumaría dos más.
Por sus infidelidades, alguien calificaría de “turista sexual” al astuto trotamundos.
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