La música censurada
Que aparezcan fenómenos como el protagonizado en los últimos días por Gonzalo Rojas y replicado en cierta forma por la carta al Mercurio de Miguel Letelier, tiene el lado positivo de recordarnos que vivimos en un país donde estamos lejos de haber superado las peores formas de sectarismo, intolerancia y censura que caracterizaron la política cultural de la dictadura militar.
Lo cual nos recuerda la tarea imprescindible de seguir luchando en contra de estas lacras espirituales que causaron finalmente la muerte y el dolor de muchos ciudadanos.
La renuncia de Rojas también es positiva, en la medida en que una universidad se libera de un personaje odioso que bajo la máscara de historiador no ha hecho otra cosa que reivindicar desde la cátedra los valores más deleznables que han podido entronizarse en las cabezas de algunos chilenos.
Que se dé por obvio el hecho de que una universidad (la palabra habla de universalidad) deba excluir de su círculo determinadas canciones escritas y compuestas por músicos que se comprometieron con la Unidad Popular es un hecho monstruoso y todos debiéramos avergonzarnos de que todavía existan en Chile personajes capaces de defender este tipo de exclusiones.
La idea misma de esconder, silenciar o negar canciones o poemas que ya son parte del repertorio clásico de la música chilena, es algo que contradice todo propósito cultural, toda intención de desarrollo espiritual. Detrás de esto hay una idea que debiera ser una de las matrices de la actual reforma educacional y que es la de que todas nuestras instituciones educacionales tienen que guiarse por un espíritu amplio de difusión de ideas y expresiones culturales.
¿Cómo se podría aceptar que una institución que se dice cultural pretenda amordazar y contener a los que piensan y crean? Eso sólo es posible cuando las bases mismas de la democracia están erosionadas, cuando algunos iluminados se sienten los depositarios de la verdad y creen tener el derecho a elegir sobre los demás qué tiene que ser difundido y qué tiene que ser silenciado.
En el actual sistema educacional chileno donde la confusión entre lo público y lo privado no puede ser más catastrófica, se ha perdido toda noción de laicidad, de respeto a lo diverso, de vocación universalista y humanista. Todos buscan legitimar lo particular y afirmar sus propios valores por encima de los de los demás.
La predominancia de lo privado hace que por ningún lado aparezca lo común, que es el sello fundamental de la cultura. Las universidades actuales se han erigido para defender y difundir valores y creencias particulares.
Por eso Rojas cree legítimo que su universidad borre a los artistas que no son de su credo y se limite a difundir y a enseñar lo que es coherente con su ideología.
Letelier, por su parte, en plena coincidencia con esta ideología particularista, propone que así como la universidad de los Andes ha programado este concierto, otra universidad haga otro concierto con otros músicos que él considera valiosos y opuestos a la Nueva Canción.
Todo esto es ridículo, falso, lamentable. Los músicos no aceptamos que se nos catalogue de esa manera. Cada uno de nosotros ha hecho lo suyo, porque puesto en una determinada situación histórica y política se sintió movido a crear lo que correspondía a esa situación.
Algunos fueron muy políticos, otros menos, pero la legitimidad de sus obras no está en que lo hayan sido o no, sino en el valor musical y poético que sus obras han logrado.
Si una obra trasciende en el tiempo, es porque fue capaz de elevarse por encima de la contingencia y porque era portadora de sentimientos y emociones valederas. Que los músicos de diferentes géneros comiencen a tomar el repertorio de la Nueva Canción para mostrar sus valores es porque han descubierto que hay un tesoro escondido que no ha sido suficientemente puesto a la luz en Chile. Ese tesoro no tiene nada que ver con la política, es musical, es poético y eso es lo que prevalecerá en los tiempos que vienen.
Esa división en que se basa la carta de Letelier no existe ni ha existido nunca, porque la Nueva Canción se ha caracterizado precisamente por abolirla. Para su información, el
Quilapayún ha trabajado con Gustavo Becerra (curiosamente no es propuesto por él en su carta), con Luis Advis, con Sergio Ortega, con Juan Orrego Salas, con Cirilo Vila,
ha tocado con la Orquesta Sinfónica de Chile y con diversas orquestas sinfónicas en Francia y Europa, ha hecho conciertos en los más prestigiados teatros del mundo y es reconocido en el mundo por sus valores interpretativos y creativos y no sólo por sus posicionamientos políticos.
A Letelier le aconsejo informarse sobre lo que pensaba Leonard Berstein, Yehudi Menuhin, o Jean Pierre Rampal sobre el Quilapayún.
Lo mismo ocurre con Intiillimani y con Víctor Jara. ¿Por qué invitan al Inti a tocar con la Filarmónica de Londres? ¿por qué ellos hacen conciertos con John Williams? Ver en la nueva Canción a un grupo de furiosos que han levantado la guitarra por no tener a mano el fusil es una interpretación odiosa y malintencionada, así como oponer a músicos de diferentes tendencias y estilos. La única diferencia válida en la música es que hay algunas buenas y otras malas.
La verdad es que en Chile el reconocimiento es como la justicia: tarda, pero llega. En los últimos tiempos se ha ido produciendo un interés cada vez mayor por la Nueva Canción chilena.
El concierto en la Universidad de Los Andes será uno entre tantos. Ya hay músicos transcribiendo canciones nuestras para orquesta sinfónica y ya hay conciertos programándose con este tipo de obras, que sin duda servirán para poner nuestra música en el lugar que le corresponde y que está muy lejos de los prejuicios de Rojas y Letelier. Sordos y cabezas duras habrá siempre, pero los valores de la música y la poesía se abren paso silenciosa pero irremediablemente.
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