Hay episodios de la Historia que se callan y de callados se olvidan, por eso me parece oportuno en estas pocas líneas poder despertar el interés por su estudio en mayor profundidad.
“Dígase lo, que se quiera, hai acontecimientos inevitables. Pueden demorarse años, siglos quizá, pero al fin llegan. Más tarde o más temprano se verifican infaliblemente. El político más profundo no logra prevenirlos; el pueblo más poderoso es impotente para sofocarlos. Empléese la fuerza o la astucia, la espada o la léi, nada es capaz de evitar su estallido. Los códigos i los ejércitos son inútiles para contenerlos. Las medidas mejor ideadas, las precauciones de una refinada prudencia no tienen contra ellos más poder, que los cálculos de un niño”
Así parte el insigne historiador Miguel Luis Amunátegui dando cuenta en su libro de 1853 “La conspiración” de un importante hecho de la Historia de nuestro país, que por muchos es conocido apenas por el nombre de pila de los personajes involucrados, pero pocos por los alcances históricos que pudo tener de no haber sido frustrado por un error no forzado de los responsables, que dejaron a merced de las autoridades, el sofocar una revolución que pudo haber marcado el desarrollo de nuestra Independencia por carriles muy distintos a los que ya conocemos.
José Antonio de Rojas era un prominente hombre en el Chile de fines del s. XVIII, podría ser perfectamente uno de los héroes del panteón de los próceres de la Independencia; su hacienda, ubicada 10 leguas al norte de Santiago, reunía con alguna frecuencia a criollos y extranjeros que compartían la buena mesa, el mejor vino de Colchagua y, sobre todo, la amena e ilustrada conversación del anfitrión. De Rojas tenía un trato amable y culto, en su biblioteca contaba con numerosos ejemplares de libros traídos de sus viajes por Europa, sobre todo aquellos que daban cuenta de las nuevas ideas de la Ilustración.
A pesar de ser tan temprana época, entre las firmes paredes de adobe de su lar, se respiraba aires emancipadores tras las noticias de la independencia de los Estados de la unión del norte de América en 1776, y que en estas alejadas tierras del fin del mundo, despertaba en algunos espíritus rebeldes las esperanzas de un nuevo destino para su patria.
A diferencia de la situación que ocurría con las colonias sajonas, las sudamericanas eran sometidas a un régimen restrictivo y opresor. A pesar de ello, el sistema liberal de los ingleses no fue obstáculo para la independencia de esas colonias. El sistema tiránico de los castellanos aún lograba mantener la sumisión en sus establecimientos coloniales por lo que, de acuerdo a los que plantea Amunátegui en el libro citado, la emancipación parecía inevitable.
Los gobernadores de turno puestos por el soberano desde la península no hacían sino tratar a los criollos casi como a siervos, como a “seres de una casta degradada”, lo que resultaba indignante para aquellos que con mayor cultura y educación, comprendían que si había cambiado el paradigma en el norte era menester hacerlo también en esta parte del mundo.
En algunas de esas reuniones, regadas de buen vino y exquisitos platos, coincidieron con don José Antonio, los franceses Antoine Gramuset, que se había avecindado en el país en 1764, y Antoine Berney, un entusiasta lector de la Enciclopedia, profesor de latín y matemáticas, que llegó a Chile desde las provincias de la Plata en 1776.
La condición del dueño de casa, que contaba con una sólida situación y gran reputación entre la aristocracia colonial, no era la misma que la de los otros dos Antonios que habían tenido una suerte esquiva en la Capitanía General.
Como en los personajes del romanticismo, que en esos años comenzaba a perfilarse como el paradigma de la literatura y el arte, Gramuset y Berney representaban todos los ideales de la libertad, buscando en una empresa heroica, el reconocimiento y quizás hasta la inmortalidad.
Antonio Gramuset era un aventurero, había probado todos los oficios, recorrido todas las tierras, emprendido todos los negocios; buscó oro, riquezas, poder y prestigio.
Como buen aventurero, era entusiasta de sus proyectos, extremadamente confiado en sus capacidades y no pensaba mucho en los riesgos. Bordeando los 40 y acercándose a la vejez, comprendió que para encontrar la trascendencia que tanto anhelaba, debería emprender un nuevo desafío, quizás el definitivo, el que lo llenaría de gloria.
Antonio Berney en cambio, era un intelectual: poeta, profesor de literatura y matemáticas; había estudiado latín y en profundidad había conocido las obras de Virgilio; llegó a Chile para emplearse como profesor en un colegio carolino, incluso exploró la posibilidad de ordenarse sacerdote; sin embargo, creía que la relación con Dios debía ser directa, no entendía mucho las formalidades del clero y no compartía las visiones monárquicas de la Iglesia.
Quizás sin darse cuenta, se trataba más bien de un libre pensador, lo que sin duda dificultaría encontrar trabajo en estas comarcas que por entonces no se veía con buenos ojos a los trabajadores con aquellas características personales.
En 1780 Gramuset y Berney, los dos Antonios comenzaron de a poco a urdir en los salones de la hacienda de Rojas un plan que cambiaría definitivamente el destino de Chile, un ardid que haría del país una República independiente, una patria nueva separada absolutamente del paradigma monárquico español abrazando ideas nuevas que dieran una nueva identidad a los habitantes de esta tierra.
Para las colonias españolas del s. XVIII, la conspiración de los Tres Antonios sería la antesala de un movimiento revolucionario inédito, que instalaría en el país una institucionalidad que anticipaba en décadas, incluso en siglos, el derrotero institucional de nuestras Repúblicas independientes, que a pesar de la sangre derramada y de los incompletos procesos independentistas forjados desde la segunda década del s. XIX aún están pendientes.
El documento preparado por los Tres Antonios planteaba la instalación de un régimen republicano, con separación de poderes y democracia liberal; la inmediata abolición de la esclavitud y de la pena de muerte; la desaparición de las jerarquías sociales; una inédita reforma agraria que redistribuiría la tierra, repartiéndola en lotes iguales entre todos los chilenos.
Además, el régimen monárquico sería sustituido por el modelo republicano; el gobierno sería asumido por un cuerpo colegiado, que se trataría del Senado y las elecciones serían a través del voto, según el principio de soberanía popular. Incluso planeaban en su memorando, podrían votar los indígenas.
Luego, se formaría un ejército profesional, se fortificarían las fronteras y costas, no para promover la guerra con los demás países sino sólo para “hacerse respetar”, y se implementaría la libertad de comercio “incluso con los chinos y los negros”, como relata Diego Barros Arana en su “Historia General de Chile”
Aunaron esfuerzos y voluntades. Al principio, Berney estaba inseguro. Las ideas de la revuelta lo entusiasmaban tanto como a Gramuset, pero carecía del espíritu desafiante de su amigo, él en cambio, era más reflexivo y hasta entonces sólo soñaba con la libertad de la literatura.
Cuando José Antonio Rojas respaldó el plan comprometiendo a muchos de sus influyentes amigos, Berney terminó por dar el sí.
Así Rojas llamó uno por uno a sus cercanos y amigos de confianza. Primero al limeño José Manuel Orejuela que comprometió a sus soldados; luego fue el capitán Francisco de Borja Araos, jefe de la guarnición de Valparaíso, el que se sumaba al complot; Agustín Larraín con sus milicias; incluso el mismísimo Mateo de Toro y Zambrano, conde de la Conquista, resentido por los malos tratos recibidos por el gobierno del Reino.
Los distinguidos vecinos, valientes capitanes y nobles ciudadanos que se embarcaban en el plan ilusionaban a los Antonios ya convencidos por anticipado del éxito del movimiento.
Gramuset se imaginaba conquistando la Ciudad de Los Césares en la Patagonia, Berney fantaseaba con poner en práctica los ideales emanados de sus lecturas y Rojas en liderar una revolución que instalaría la segunda democracia liberal de América.
Todos y cada uno tenía sus propios motivos para odiar a los godos, resentir con decisión el gobierno autoritario y abusivo de Carlos III y el de sus sátrapas de Lima o Santiago al mando de las arbitrariedades de la Capitanía General.
Los entusiasmos aumentaban y los nombres y apellidos de distinguidos vecinos se fueron adhiriendo con discreción. La conspiración se iba encendiendo lentamente pero en secreto, nadie sabía quién más estaba en el plan, quiénes abrazaban la causa. Los franceses sentían el apoyo de parte de la nobleza criolla y la certeza del triunfo invadía sus sueños.
Sin embargo, un desgraciado error echó por tierra los planes en un santiamén.
Los historiadores no son definitivos en cómo fue que sucedió. Lo claro es que el no muy reputado abogado Mariano Pérez de Saravia y Borante llevó a las autoridades el plan de los conspiradores.
Quizás Berney extravió el documento al caer de las alforjas del caballo entre la hacienda de Rojas y la capital, o Gramuset que, sintiéndose sobre seguro, compartió el secreto con el inoportuno interlocutor. Si bien, Pérez de Saravia no gozaba de la simpatía del gobernador, la acusación era lo bastante grave para no ser considerada. Para no levantar sospechas ni menos revuelo entre los vecinos, y con el objeto quizás de no anticipar una revuelta, las tropas españolas detuvieron en silencio a los Antonios responsables del complot.
Era el primer día de enero de 1780. A los franceses los enviaron rápidamente a Lima y a Rojas dada su posición social, sólo lo detuvieron unos días para amedrentarlo.
El plan había sido frustrado.
Berney y Gramuset fueron posteriormente enviados a España para ser juzgados, sin embargo su embarcación naufragó en el Atlántico.
El primero murió ahogado, y el segundo, luego de ser rescatado, murió poco tiempo después en la península. José Antonio de Rojas siguió con sus tertulias patriotas, aprovechándose de su posición y contactos fue tratado con guante de seda, pero nuevamente fue apresado en 1808 y exiliado a Juan Fernández, pero esa ya es otra historia.
Es probable que este sabroso episodio de la Historia de Chile no tenga ningún vínculo posterior con el proceso de Independencia iniciado en 1810 y culminado el 5 de abril de 1818 con el triunfo de los patriotas en Maipú, pero muestra claramente el espíritu emancipador de hombres que movidos por su espíritu libertario, fueron capaces de dar la vida para no seguir siendo sometidos a las arbitrariedades, abusos e injusticias de los poderes que detentan la riqueza, las armas y las verdades excluyentes.
Sin duda estos procesos no se terminan nunca, cada día hay un nuevo afán libertador, una utopía, un renovado sueño que cumplir.
Hoy en pleno s. XXI será la conquista de una mayor justicia social, de un desarrollo igualitario para nuestros compatriotas, el deseo ferviente de crear conciencias ilustradas que comprendan su rol íntimo y colectivo en el quehacer de un pueblo y el trabajo definitivo para la conquista de un destino.
No serán los Tres Antonios ya casi olvidados en las exiguas páginas de la Historia, serán otros los nombres de pila que como Ud. o como yo debamos conquistar esas nuevas primaveras.
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