Un eslogan es una fórmula breve, original, utilizada para publicidad, propaganda política, etcétera. Así lo sugiere la RAE. Merriam Webster va un poco más al detalle al señalar que, además de ser una expresión publicitaria, un eslogan es un grito de guerra de un cierto clan escocés que actualmente se usa como palabra o frase para expresar una posición o para anunciar una meta a ser alcanzada.
Los eslogan tienen la virtud de atraer públicos y generar adhesiones. Lo hacen, no obstante, a pesar de disiparse sus contenidos con la misma instantaneidad con que fueron formulados. “Chile rumbo a Rusia 2018”, es un ejemplo de ello. Hay, no obstante, otros que ameritan mayor preocupación.
Hay algunos que resultan graciosos con el pasar de los años. “En Chile las instituciones funcionan”, es uno de ellos. Los hay aquellos que, a pesar de las evidencias en sentido contrario, alimentan la imaginación popular, “el terremoto registrado más grande de la historia del mundo”, no podría sino hinchar de orgullo a un valdiviano bien nacido. En fin, los hay de muchos tipos y sabores.
Los que preocupan son de sabor amargo. O, por lo menos, los que a mí así me saben. Son aquellos que se instalan insidiosamente en el sentido común, permitiendo la fabricación de estereotipos que luego alimentan no solo a la opinión pública sino a las políticas a ellos asociados. La construcción verbal, “violencia mapuche” es, sin duda, una de las más delirantes en este sentido. Pero hay otras que parecen sensatas y que socavan de modos más subterráneos los tejidos sociales.
Quiero referirme a un eslogan en particular, “primera generación de universitarios”. Esta frase debe ser la más popular en los medios académicos y en lo principal se refiere a jóvenes cuyos padres no recibieron estudios superiores.
A simple vista, el eslogan resulta funcional e instructivo. Describe la apertura del medio universitario a estudiantes cuyos padres no fueron a la universidad. Permite a la vez, fijar algunas políticas y prácticas pedagógicas orientadas a la nivelación de estudios y el acompañamiento de los procesos formativos de este sector de la comunidad estudiantil. Hasta aquí, aparentemente, todo va bien. Ahora, si pensamos en algún ejemplo paradigmático, podríamos advertir algunas fisuras en esta forma de concebir al sector así definido.
Digamos, Albert Camus. Me costaría pensar en él como un representante de una “primera generación” (se ha usado tanto el término que ya basta con reducirlo a estas dos palabras). No calza, definitivamente no calza. Pablo Neruda, Gabriela Mistral. No calzan. Nicanor Parra, tampoco.
Cuando escucho hablar de “primera generación” en general le asocio dos ideas, “viene de un hogar donde no hay cultura universitaria,o donde no hay libros” y “no cuenta con las competencias académicas”. Y en esta trilogía creo ver el problema.
El mundo universitario parece haberse dividido entre quienes ya tienen una cultura universitaria y quienes aún no la tienen. No sorprende que esta divisoria coincida con el límite entre las clases acomodadas y las clases ascendentes, como ahora se les llama. En consecuencia el problema no es pedagógico ni técnico, es más bien un problema cultural y político.
Imagino que los especialistas tienen miles de argumentos para desestimar mi razonamiento.
Sin embargo, en mi porfía, advierto que en mi sala de clases hay estudiantes que tienen ciertas capacidades y otros que no las tienen. Mis esfuerzos apuntan a proveer los medios, dentro de mis posibilidades, a quienes los requieran.
Nada automático hay en suponer, por ejemplo, que un estudiante con problemas de expresión escrita provenga del grupo A o del grupo B. Es probable, en términos estadísticos, que estudiantes que reciben un quinto o menos de los recursos financieros que reciben otros en su formación previa rindan o debieran rendir menos en las áreas en que son evaluados.
Lo paradójico es que quienes reciben cinco veces más, ¡no rindan cinco veces más! Pero esto es muy distinto a decir que son de “primera generación”.
El eslogan, en el caso de los estudiantes universitarios, conlleva un conjunto de prejuicios que tienden, por una parte, a estereotipar a algunos de ellos, a la vez que refuerzan un modelo paternalista donde los que tenemos cultura universitaria estamos ayudando a los que no la tienen. ¡Ya me quisiera esta ayuda de alguno de nuestros Premios Nobel o de literatos como Hernán Rivera Letelier!
El fruto amargo del eslogan es el de simultáneamente sedimentar una cultura narcisista y otra de resentimientos. Y sucede, en ocasiones, que los eslogan reclaman su origen escocés y se transforman en el grito de guerra de a quienes a través suyo se ha estereotipado. Marichiweu.
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