Comenzando por un diagnóstico de lo existente, se ha llegado a un punto de inflexión o cercano a el. Existirá pronto un Ministerio; se completarán – pronto - las infraestructuras necesarias para acoger la vida cultural; existen, bien o mal, mecanismos públicos y privados -menos- para financiar esta actividad; existen o están en vías de renovarse, políticas sectoriales elaboradas con amplia participación; hay conciencia de que se requiere una cultura inclusiva de pueblos indígenas, minorías sexuales, grupos de patrimonialistas, migrantes... además de los ya incluidos en ellas. Puede decirse que estamos cerrando un ciclo... y abriendo otro.
El ciclo que se cierra no ha logrado instalar "la cultura en el centro del desarrollo", como se aspiraba a comienzos del siglo XX y se logró, simbólicamente, con la instalación de sendos centros culturales en espacios históricos: el Palacio de La Moneda, emblema del poder político; el GAM, en el edificio que reúne el sueño de Allende con la posterior usurpación dictatorial, y la Estación Mapocho, creada para el Centenario y puerta de entrada a la capital de Chile en tiempos del ferrocarril.
Sin embargo, no bastaron para que la cultura dispute, a la fecha, espacios simbólicos -comunicacionales, institucionales, sociales - con la economía, la salud, la educación, la previsión social, las relaciones internacionales o la política. Se ganó la batalla por la infraestructura, agregando centros culturales regionales; otros en ciudades mayores a los 50 mil habitantes y, más recientemente, en localidades más pequeñas, pero se perdió la batalla por la superestructura.
La cultura no está presente en el imaginario, como las AFP, la educación superior, algunas enfermedades complejas, ni en los sueños cotidianos. Sus figuras emblemáticas no se mencionan en los listados de los eventuales candidatos, que si llevan humoristas, gente de la farándula, deportistas o comunicadores. La entrega de Premios Nacionales no es motivo de algarabía popular y los creadores destacados universalmente deben esperar centenarios u otras fechas notables para ser redescubiertos.
El Metro de Santiago está haciendo un esfuerzo por instalar en sus estaciones lugares de privilegio para músicos seleccionados, que debieran ser bienvenido por los atribulados pasajeros.
El esperado debate sobre un canal de TV cultural, terminó absorbido por la necesidad -comprensible, pero muy diferente - de capitalizar Televisión Nacional en un mundo en que grandes consorcios han comprado los canales de TV abierta, originalmente universitarios.
Las figuras culturales y sus autoridades ni siquiera son "carne de encuestas", sólo de puzzles.
¡A qué seguir!
En definitiva, el alma de una nación, como ha sido definida la cultura, no está completamente presente en el cotidiano, metáfora de una sociedad cada vez más individualista, codiciosa y despreocupada de los demás.
La sola afirmación "recuperar el alma de una nación" debiera ser suficiente para que todos valoráramos las artes, el patrimonio y la cultura. No ha sido así.
¿Cómo lograrlo?
En primer lugar, volver a valorarlos, recuperar la idea de que la cultura es valiosa y cuesta. La gratuidad ha situado a las artes y el patrimonio en el terreno de lo fácil, lo barato, lo banal. Las cifras demuestran que el no pago de los museos anunciado en el presente gobierno no ha aumentado sustancialmente las visitas a estos ni menos la calidad de los mismos. La cultura debe ser buena, no gratis. De hecho, la ciudadanía está dispuesta a pagar grandes sumas por espectáculos de calidad, como lo demuestran recitales de música rock y notables obras escénicas, cada verano. Tradicionalmente se ha pagado por libros, cine y fonogramas y sus compradores valoran lo recibido, sin pensar que debieran ser regalados. ¿Trabajaría usted gratis? suele preguntar un conocido autor al profesional que le pide, como obsequio, sus obras.
Una segunda constatación es la derrota en el lenguaje, reflejada en haber despejado el camino al concepto de innovación por sobre el más apropiado término creatividad. Aquella, además de ser una moda, tiende (según la moda) a asociarse con lo joven y descarta el aporte de otras generaciones. Sugiere, además, que todo debe ser sujeto de innovación, algo así como "la revolución permanente" de Mao. El cambio por el cambio.
La creación es un proceso más complejo, que considera que no todo debe recrearse siempre. Un creador es capaz de reconocer lo clásico, que es permanente, inspirador y no debiera ser innovado. En la capacidad de distinción entre ambos hay implícito un acto de creatividad. Innovación suele ser la aplicación que hacen los emprendedores de lo que otros crean. Por tanto es un proceso diferente a la creatividad. Sin creadores, no hay innovadores, pero sin innovadores, si hay creadores. La cultura se caracteriza y se nutre de estos últimos.
Un tercer aspecto es la sobrevaloración, en las políticas públicas y en especial los fondos concursables, de la individualidad del artista y su proyecto. Lo que no es erróneo, pero insuficiente; debe ir acompañado del estímulo al trabajo grupal, de equipo, de alianzas mixtas creadores/gestores/espacios. Es preciso profundizar el otorgamiento de fondos públicos a elencos profesionales, como ocurre desde hace poco con las orquestas regionales y a las otras instituciones colaboradoras, agregando un fondo de confianza en las entidades tradicionales que han sido capaces de administrar grandes espacios y serán por tanto capaces de asignarlos a compañías artísticas sin la intervención directa del Estado. En esta línea se inscribe la idea de crear un Consejo Nacional de la Infraestructura y la Gestión.
El cuarto punto es estimular la filantropía. No calza el alto porcentaje de fortunas y de millonarios que detenta nuestro país con la baja valoración que tiene el que éstos hagan donación de ellas para devolver en parte lo que la sociedad les ha permitido. Es evidente que esta situación sólo la pueden revertir los propios detentores de la riqueza. El Estado se preocupa de que no se utilice este mecanismo para evadir impuestos y no de estimular donaciones generosas. La ciudadanía debe estar alerta para reconocer adecuadamente cuando ello ocurra. Ello debiera incrementar fuertemente los recursos económicos para las artes.
Ahora, si preguntamos por ejemplos de centralidad que debiera tener la cultura, podemos fijarnos en el ingenioso festival de teatro en miniatura -Lambe Lambe- desarrollado en oficinas municipales y del Registro Civil, o en la propuesta ciudadana, en Valparaíso, de cambiar el nombre de la arteria principal - donde se ubica el Congreso- por el de una figura de la cultura.
No se entienda como una medida electoral ni inmediata, sino como un prolongado debate ciudadano que haga pensar sobre el lugar que debe ocupar la cultura en nuestras ciudades, quizás su mejor resultado no sea una alteración urbana, sino una reflexión colectiva de porqué nuestras grandes figuras del arte están ausentes de los espacios donde transitan, viven - hasta legislan - las personas que son, finalmente, los destinatarios de la obra creativa.
Eso, ya sería un avance. Un debate a partir de estos cuatro puntos, sería otro.
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