Si, en nuestra copia feliz del Edén, alguien afectado por males incurables, terminales y lacerantes, solicita superar esos horrores a través de un epílogo asistido y decoroso, la respuesta sería negativa. Aunque tal petición se hiciese a la primera autoridad de la República.
Como ya ocurriera, poco tiempo atrás, con una desdichada jovencita.
La ley impide cursar semejante diligencia pues si bien “toda persona tiene derecho a otorgar o denegar su voluntad para someterse a cualquier procedimiento o tratamiento vinculado a su atención de salud … En ningún caso el rechazo a tratamientos podrá buscar la aceleración artificial del fin, prácticas eutanásicas o el auxilio al suicidio”.
El incipiente debate sobre la “muerte digna” o la posibilidad de decidir el propio fin denota un trasfondo ideológico similar a la despenalización del aborto por tres causales. Unos se declaran defensores de la vida, obviando el derecho individual; otros, afirman la libertad para resolver según “mi yo y sus circunstancias”.
Es cierto que ha habido iniciativas parlamentarias para “hacer efectiva la autonomía de las personas en caso de enfermedades terminales”, pero ninguna prosperó.
En Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Colombia, la eutanasia es legal. Bélgica ni siquiera exige mayoría de edad; es suficiente la autorización de los padres para secundar a menores en su conclusión, previo informe psiquiátrico de los pacientes.
En Suiza un médico puede proveer a enfermos postreros dosis mortíferas con la condición de que el paciente se administre la sustancia por sus propios medios. En el Reino Unido cualquiera puede firmar la orden “Do not attemp resucitation”, estipulando que no desea reanimación en caso de paro cardiorrespiratorio.
Los griegos aceptaban el suicidio, mas en su célebre Juramento Hipócrates señalaría: “A nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin”. En esa línea, la tradición judeo-cristiana se ha opuesto al derecho a la muerte argumentando que nadie puede terminar con la vida de un ser humano pues se violaría la ley divina.
La misma que autorizó a Jehová a destruir Sodoma y Gomorra.
La idea de abordar el tema ha sido rechazada reiteradamente por la Comisión de Salud del Senado pese a la favorable opinión nacional al respecto, avalada por varios sondeos de opinión. ¿Por qué, si es posible vivir como se quiera, no podemos dictaminar nuestro propio fin cuando se ha perdido toda esperanza?
¿Hasta dónde es prudente ayudar a un enfermo desahuciado, sabiendo que los paliativos no evitarán el dolor? Posiblemente esa tendencia se explique por el predominio social de la fe religiosa aunque el Estado se proclame laico y respetuoso de la libertad personal.
Sin duda en Chile es una discusión inconclusa.
Ad mortem festinamus o todos vamos a morir, es la única certeza; un candil expuesto al viento que apagándose, nos sume en la nada o nos embarca hacia un estado distinto y mejor. En este último caso, como lógica consecuencia, la muerte no existe. Sólo es un tránsito.
Esto descolocaba al pirata Israel Hand,“… porque así, Jim, es como si matar a otro no fuera más que perder el tiempo.”
Pronto se discutirá un proyecto de ley sobre eutanasia, que en la antigua Grecia significaba buen morir. Los parlamentarios se darán anchas para oírse unos a otros. También para proclamarse defensores de la vida, unos, y acusar a los otros de ser forofos de la guadaña.
“Desde el punto ético, del desamparo, la soledad, la pobreza, los sufrimientos, las enfermedades y los dolores de muchos cuando llegan al último límite de su vida, creo que tienen derecho a un fin digno y tenemos que darles los mecanismos para que puedan tenerlo (…) y voy a defender esa postura”, aseveró un senador de neta raigambre cristiana.
Si no coincidimos en cuanto al sentido de la vida nada raro es que tampoco concordemos tratándose de asuntos del más allá. No obstante, sin pretensiones impositivas, parece posible y razonable determinar acerca del último momento cuando, en onda Mistral, el alma diga al cuerpo que no quiere seguir.
Tomás Moro, en Utopía, justifica el suicidio y la eutanasia sólo condicionados al deseo del doliente, “… cuidan a los enfermos con gran amor, y nunca les faltan alimentos o medicinas. Si padecen dolencias incurables, procuran consolarlos visitándolos y platicando con ellos. Cuando el mal causa al enfermo crueles sufrimientos, le exhortan los magistrados diciéndole que, si no puede cumplir los deberes que impone la vida y es una molestia para los demás y se daña a sí mismo, pues sólo sobrevive a su propia muerte, debe decidirse a no vivir más tiempo; y pues semejante vida es un tormento, debe morir con la esperanza de que huye de una cárcel o un suplicio; o debe consentir que otros lo liberen. Los que son persuadidos se dejan morir de hambre voluntariamente o mueren durante el sueño. A nadie fuerzan a morir, ni dejan de cuidar a los que rehúsan hacerlo. Mas consideran honroso renunciar así a la vida”.
En 1935 la Iglesia Católica lo subió a sus altares, santificándolo y más tarde Juan Pablo II lo proclamaría patrono de los políticos y gobernantes.
Confiemos en que el espíritu del ilustre Moro, decapitado por las veleidades matrimoniales de Enrique VIII, ilumine a nuestros legisladores y enfrenten con garbo intelectual esta delicada cuestión.
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