Un sofisma erótico

En el uso corriente, la expresión “amor platónico” parece referirse a sentimientos no correspondidos, metas sentimentales imposibles o relaciones espirituales ajenas a escarceos  libidinosos, aunque baste una somera ojeada al Banquete para concluir que ese cantar es ostensiblemente ajeno al filósofo ateniense.

Celebrar el triunfo del poeta Agatón en unos juegos literarios consagrados a Dionisos, deidad de la vendimia, fue el motivo de aquel célebre festín. La jarana venía del día anterior, y uno de los contertulios que confiesa sentirse muy mal sugiere beber a gusto, sin brindis forzados, mientras discursean acerca de Eros.

Casi todos habían terminado hechos sopa en la víspera, por eso la propuesta sería aclamada de inmediato. Y  el jovial episodio ilustra bien el vínculo que la filosofía antigua tuvo con el diálogo, la comida, el vino y hasta la ebriedad.

Hubo cinco intervenciones previas a Sócrates: Fedro, Pausanias, Erixímaco y Aristófanes –reconocida gloria de la comedia helénica - que finaliza su alocución cediendo la palabra a Agatón, el dueño de casa. En general, coincidieron en elogiar a Eros como un dios que entrega grandes beneficios a la humanidad.

Según Aristófanes–pionero del hoy universal y ofensivo gesto de izar el dedo cordial-, inicialmente, otra era nuestra naturaleza. La tierra estaba habitada por individuos esféricos con dos caras, cuatro piernas y cuatro brazos. Estos seres dobles, masculino y femenino, más el andrógino, que participaba de ambos sexos, por su vigor y soberbia intentaron asaltar el cielo.  

Zeus decide castigarlos partiéndolos en dos: entonces, cada mitad anhelaba reunirse con la otra.

Los hombres provenientes del dividido andrógino pretenden mujeres; y éstas son aficionadas a los hombres. Las mujeres derivadas del doble femenino, inclinadas a sus congéneres o lesbianas. Los surgidos del doble varonil suspiran por sus análogos; y para todos, el amor es el nostálgico deseo de reconstruir aquella unidad perdida.

Éramos uno y fuimos separados: Eros nos ayuda a recuperar nuestra media naranja.

Finalmente, interviene Sócrates, es decir, el portavoz de Platón. Y éste –de presunta misoginia por agradecer a los dioses haber sido creado hombre y no mujer- otorga a una cierta Diotima de Mantinea el crédito de la sabiduría sobre cuestiones que, para el engreído falocentrismo griego, sólo la mente masculina podía juzgar con serenidad.

Sócrates se limitará a repetir lo aprendido con la sapiente doña en una conversación anterior. Ella, al revés de la opinión dominante, establece en primer lugar que Eros no es un Dios. No es bello ni bueno, desea lo bello y lo bueno pues no los posee.  Ni mortal ni inmortal; algo intermedio. Un gran daimon a través del cual se comunican dioses y hombres.

Al nacer Afrodita, hubo fiesta olímpica y cuando Poros –la abundancia- dormía borracho en un jardín, Penia –la indigencia- impulsada por su miseria  se acuesta a su lado y concibe a Eros. Por eso, éste es acompañante de la diosa, y, por su madre, pordiosero y de intemperies. Del padre hereda la acechanza de lo bello y bueno; cazador, ávido de conocimientos, hechicero y sofista.

Florece, muere y renace en un día. Y si ningún dios desea ser bello ni sabio puesto que ya lo es, Eros ama lo bello y la sabiduría por su equidistancia del sabio y del ignorante debida a la esencia contradictoria de su estirpe.

Hechas estas precisiones, la forastera afirmará que en los asuntos amorosos es obligatorio buscar, desde la juventud, cuerpos bellos y enamorarse de uno; y, luego, entender que la hermosura de los distintos cuerpos es expresión de la misma belleza. Por tanto, hay que prendarse de todos evitando ser esclavos de uno solo.

Enseguida, se estimará más valiosa la belleza del alma; si alguien es virtuoso sin esplendor físico, será suficiente para amarlo, cuidarlo y elaborar razonamientos que lo mejoren. A continuación, apreciará la belleza en las normas de conducta, comprendiendo que todo lo bello está emparentado.

Después de la ética, debe dirigirse a las ciencias, para examinar asimismo la belleza de éstas y, fijando su mirada en ellas sin apegarse a una sola sino que contemplando ese mar de lo bello engendre magníficos pensamientos hasta descubrir una única ciencia: la de la belleza.

Y ese ejercicio, aseguraba la oriunda de Mantinea, nos llevará a advertir algo maravilloso: No bello en un aspecto y feo en otro, unas veces sí y otras no, o hermoso sólo para algunos. En nada físico o existente en otro ser, sino eternamente en sí mismo. Y para percibir ese apogeo o belleza total es preciso comenzar enamorándose de las beldades terrenales y ascender por el largo camino descrito.

Más o menos así discurre la teoría amorosa en el platonismo. Doctrina de dos mundos, libro cerrado para insensibles a la belleza terrenal, primer peldaño de la escala que eleva hasta la visión de la belleza en sí misma, eterna, sin nubes ni escoria mortal, en cuyo resplandor se empareja con la verdad, si creemos a William Guthrie eminente filólogo escocés.

Volviendo al comienzo. Esa falsa moneda del “amor platónico” circula no solo en medios legos o iletrados sino también en ámbitos más diestros. En reciente suplemento dominical dedicado a Henry James, un escritor nacional garantiza que fue “un brillante snob, que vivió probablemente célibe, un homosexual exclusivamente platónico”.

En el devenir de sus lecturas, este promisorio autor de una novela con rótulo y tramado nerudiano (Tango del viudo), quizá encuentre a la vieja Diotima y reciba de su amable paideia la noticia de que  -auxiliada por Eros en la procreación- la especie humana participa de la inmortalidad.

Y, naturalmente, el celibato no ayuda mucho en ese sentido.

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