En 1996 publicamos un libro junto a César Díaz-Muñoz y Andrés Aylwin Azócar.
Deseo rendir un homenaje a mi querido amigo Andrés transcribiendo una pequeña historia que él escribió en ese libro. Textualmente expresó:
No es posible entender la sencilla historia que deseo narrar sin hacer previamente algunos recuerdos.
En enero de 1978 fui relegado a un pequeño pueblo fantasma del altiplano, casi en la frontera boliviana, con temperaturas menores de diez grados bajo cero. La gravedad de mi apunamiento, a más de 4.800 metros de altura se hacía más dramática a causa de las emanaciones sulfurosas del volcán Guallatire, siempre vivo y humeante, esparciéndolas sobre el poblado construido en sus faldeos.
Allí, entre casas abandonadas, habitaba solo una familia aymará y dos carabineros, uno de ellos el cabo Luis Alfaro Arce.
Cuando hace algunos años escribí mis vivencias sobre dicha relegación, omití deliberadamente referirme a dicho cabo. Pensé que su actitud bondadosa, excesivamente humana, casi paternal hacia mí, podría perjudicarlo en su carrera.
Sin embargo, siempre lo recordé con especial cariño. Nunca pude olvidar su trato amable con el “prisionero” y, más que nada, el apoyo psicológico que me otorgó, cuando a causa de la falta de oxígeno y de la hostilidad del volcán, sentí la muerte muy cerca de mí.
Varias de las reflexiones que hago en mi libro “Ocho días de un relegado” fueron inspiradas, precisamente, en la noble conducta del cabo Alfaro. Por ejemplo, cuando expreso, “los culpables de la crueldad que se ha cometido con nosotros, no son los ejecutores materiales que han cumplido una orden legal e inhumana, sino aquellos que han colocado a algunos uniformados en la obligación vergonzosa de cumplirla”.
En aquellos días de 1978, jamás el cabo Alfaro pudo pensar que después de doce años su prisionero sería diputado y hermano del Presidente de la República.
Menos pudimos pensar él y yo, que el domingo recién pasado al llegar a la secretaría de la Democracia Cristiana en San Javier, se acercaría a mí un sargento de Carabineros encargado de mi seguridad. Era el sargento Luis Alfaro Arce.Al presentarse, nos abrazamos con emoción. Y las lágrimas corrieron en sus ojos y en los míos.
En la reunión permanecí casi mudo. Y al abandonarla, un centenar de personas nos rodearon para aplaudirnos, mientras nos despedíamos con un fuerte abrazo. Fue un hermoso reencuentro que va mucho más allá de las vivencias de dos hombres.
En alguna parte de mi libro digo, “Tanta crueldad, tanta belleza”. Hoy agrego, qué dignificante es que la belleza de la hermandad humana esté triunfando sobre la crueldad.
¡Gracias, mi querido amigo, sargento Luis Alfaro Arce!
Diario La Época, 21 de Noviembre de 1991.
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