Cheyre, Fuerzas Armadas y derechos humanos

La búsqueda de verdad, reparación y justicia en Chile no ha sido una tarea fácil. Gran parte del logro alcanzado se debe al esfuerzo y compromiso de familiares, víctimas, organizaciones de derechos humanos, abogados, activistas, algunos periodistas y jueces comprometidos con esta causa. Pero además, este proceso ha enfrentado enormes trabas jurídicas y resistencias políticas e institucionales.  

Desde el punto de vista normativo, la Constitución de 1980 estableció no sólo la inamovilidad de los comandantes en jefe, sino que además la imposibilidad que la autoridad política pudiese llamar a retiro a oficiales asociados a los servicios de inteligencia de la dictadura o investigados por violaciones a los derechos humanos.

Recordemos que a partir del año 1990, el único instrumento que tenía la autoridad civil fue vetar el ascenso de algunos oficiales y congelar sus carreras militares cuando se les vinculaba a casos de corrupción y/o violación a los derechos humanos. Y así ocurrió con Carlos Parera y Ramón Castro (1990), José Zara (1992), Jorge Ballerino (1993), Hernán Ramírez (1993 y 1996), Jaime Lepe (1997), Sergio Espinoza (1998), y Miguel Krassnoff (1998). 

Las Fuerzas Armadas en general, y el Ejército en particular, persistentemente resistieron colaborar con la justicia, llamar a retiro a quienes se involucraron directa e indirectamente en servicios de seguridad y en violaciones a los derechos humanos.

Además de la explícita insubordinación del Ejército bajo el mando de Pinochet (1990, 1993 y 1995), en el año 2002 se produce una fuerte tensión entre el Ejecutivo y el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, Patricio Ríos a quien se le acusó de denegación de información para la Mesa de Diálogo.

A ello se suma el alegato constante de los abogados de derechos humanos respecto de la nula colaboración de las instituciones castrenses con los tribunales. Durante largo tiempo las Fuerzas Armadas se negaron a colaborar con los tribunales. Luego de la salida de Pinochet del mando del Ejército se advierte un cambio de actitud y que se asoció con responder peticiones de los tribunales. Pero las respuestas eran formales y no aportaban información útil para avanzar en las causas.

Así por ejemplo, en el año 2005 se negó la existencia del expediente de la segunda fiscalía Militar en el caso del asesinato del ex ministro Jaime Tohá.

En el año 2004, precisamente cuando el general Cheyre pronunciaba su “nunca más”, la institución castrense negaba tener conocimiento de quién era el oficial a cargo del Estadio Chile en el año 1973 en la investigación sobre el asesinato del cantante Víctor Jara. El abogado Nelson Caucoto sostenía en aquella oportunidad que todos los avances en los casos por violación a los derechos humanos se sustentaban en el careo de ex uniformados y no en la información proporcionada por las instituciones armadas.

Más recientemente, el pasado 8 de julio de 2016, el Consejo de la Transparencia solicitó a la Contraloría instruir un sumario administrativo al Comandante en jefe de la Fuerza Aérea por denegar entregar la lista de los pilotos que actuaron en el bombardeo de La Moneda el 11 de septiembre de 1973.  Lo más grave del caso es que la FACH sostiene que los antecedentes fueron remitidos a la justicia y debían mantenerse en reserva. El Consejo de la Transparencia consultó a los jueces respectivos y ellos respondieron que “no es efectivo que la FACH hubiere entregado alguna información”.

Trabas legales y resistencias institucionales han sido la tónica del largo camino de la justicia.  El caso Cheyre nos interpela como sociedad a observar no solo el caso particular sino que además el conjunto del camino recorrido. Mencionaré tres aspectos que a mi juicio requieren atención.

Primero, se necesita revisar la normativa legal que imposibilita que la máxima autoridad civil pueda llamar a retiro a cualquier oficial de las instituciones armadas. La reforma de 2005 permitió que el o la Presidenta de la República pudiese llamar a retiro a los comandantes en jefe de las FF.AA. por decreto fundado informado a la Cámara de Diputados y el Senado.

Sin embargo, no puede hacer nada si un oficial de menor rango se viese cuestionado y perdiese la confianza de la autoridad. Esto constituye una anomalía para el proceso democrático y no ha sido resuelto pese a la negativa experiencia acumulada desde el retorno a la democracia.

Segundo, se requiere intensificar las medidas de transparencia para verificar que las solicitudes realizadas por la justicia están siendo respondidas con información útil por parte de las instituciones castrenses. En agosto de 2015 se designó a Alejandro Solís como encargado de una unidad de derechos humanos del ministerio de Defensa para precisamente facilitar el vínculo y las respuestas en casos de violaciones a los derechos humanos. Se necesitan indicadores para evaluar la efectividad de estos procedimientos.  Lo que aquí está en juego es la resolución de casos, el prestigio de las instituciones, y la generación de una nueva cultura de derechos humanos al interior de las fuerzas armadas. 

Tercero, a nivel social, llama profundamente la atención el intento de algunos actores de justificar a Cheyre por el rango que tenía, su trayectoria posterior, su edad, y las circunstancias que vivía el país. Jaime Ravinet sostenía hace unos días que “es imposible culpar a jóvenes de 19, 20 o 21 años en ese entonces, de una acusación de homicidio cuando recibían órdenes”. Lo anterior se contradice con las propias palabras del general Cheyre, quien a fines de 2004 sostenía: “¿Excusa el escenario de conflicto global descrito las violaciones a los derechos humanos ocurridas en Chile? Mi respuesta es una e inequívoca: no. Las violaciones a los derechos humanos nunca y para nadie, pueden tener justificación ética.” 

Cuando la sociedad civil acepte y crea que ninguna circunstancia justifica violar los derechos humanos, y cuando observemos instituciones armadas en una actitud de decidida colaboración con la clarificación de los casos ocurridos en dictadura, recién ahí podremos decir que tenemos una democracia donde se respetan sustantivamente los derechos humanos. La experiencia reciente muestra que ese día aún no ha llegado.

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