Hay un agudo dolor en el alma nacional

En pocos días los demócratas chilenos sufren dos pérdidas irreparables, José Zalaquett y Percival Cowley. Chile los despide con el respeto y solemnidad que merece su firme y sabia defensa de los Derechos Humanos, en especial, en las semanas y meses después del golpe de Estado cuando la dictadura de Pinochet los atropellaba sin límite alguno.

El sacerdote Percival Cowley fue una voz valiente e infatigable para denunciar las aberrantes prácticas de crueles tormentos aplicadas en el régimen de Pinochet, y también en democracia supo denunciar los abusos y la violencia sexual de corruptos grupos clericales, así como, la desidia o el silencio en la jerarquía eclesiástica.

El compromiso de José Zalaquett con los perseguidos tuvo como respuesta que, sin respetar su labor en el Comité Pro Paz impulsado por el cardenal Raúl Silva Henríquez, fue apresado, violentado en sus derechos fundamentales y luego exiliado. Lejos de la patria colaboró activamente con Amnesty Internacional y unió su vida a la causa de los Derechos Humanos.

Al formar parte, en 1990-91, de la Comisión Nacional sobre Verdad y Reconciliación, conocida como Comisión Rettig, José Zalaquett aportó su voluntad y experiencia para establecer la verdad sobre la violación sistemática y reiterada de los Derechos Humanos bajo la dictadura, en particular, que la acción criminal fue cometida por agentes del Estado en contra de los detenidos desaparecidos y ejecutados políticos. Fue una contribución esencial a la verdad histórica que impulsa y coadyuva a la tarea de la Justicia.

Aunque no se logró ubicar el paradero de tantas personas que fueron apresadas, secuestradas y desaparecidas, el Informe Rettig estableció que esas acciones fueron realizadas en su totalidad por agentes del Estado, sujetos institucionalmente al mando castrense, esa verdad irrefutable condenó a Pinochet porque para asegurarse en el poder retuvo, desde la implantación de la Junta Militar, la doble autoridad de Jefe de Estado y Comandante en Jefe del Ejército, aún más, en el Decreto-ley que forma la DINA se asigna el mando superior de la misma para que “no se moviera un papel” sin que él lo supiera.

Nadie más pudo ordenar detener, torturar y hacer desaparecer personas, salvo Pinochet. Así cayó la mentira de que eran “ajustes de cuenta” en las fuerzas de izquierda o que los detenidos desaparecidos vivían un exilio dorado luego de abandonar sus familias, esas infamias montadas por la dictadura y repetidas en la prensa sometida para ocultar la verdad se derrumbaron.

Concluida en marzo de 1998, la inamovilidad que por imposición de la Constitución de 1980, lo mantenía como Comandante en Jefe del Ejército, Pinochet se parapetó en el cargo de senador vitalicio, pero su soberbia de creerse intocable lo llevó a Londres, donde para su sorpresa, se rompió su impunidad y es detenido por orden del juez Garzón por un proceso abierto en España.

La defensa del ex dictador recurre al Estado de Chile, donde arrecia la presión militar para lograr su vuelta al país, la que se produce después de año y medio de arduo proceso legal y debate público en la comunidad internacional que confirma su criminalidad y se ve obligado a renunciar al resguardo institucional de senador vitalicio, pero aún así logra zafarse de la acción de la Justicia declarándose “demente”.

Al regreso, ante la expectación mediática, Pinochet quiso cantar victoria mostrándose desafiante en el aeropuerto, pero el juicio en Londres fue definitivo para sepultar sus delirios de grandeza y los incondicionales que negaban su jefatura personal en el terrorismo de Estado se redujeron a un grupo obsecuente de ultraderecha, el grueso de sus aliados prefirió un esquivo y distante “silencio cómplice”, incluido Pablo Longueira, su delfín en el liderazgo de la UDI, así quedó claro que quienes tuvieron su respaldo para escalar en la dictadura se convencieron que su defensa pasó a ser no sólo impresentable, imposible.

Los clanes financieros también tomaron nota de la situación, algunos descubrieron que no era digno ser obsecuente y otros que ya no era negocio la alianza con el sátrapa. Las visitas de conspicuos personeros disminuyeron hasta acabar. Sólo alguien eternamente servil, ex alcalde de la dictadura, siguió yendo a rendirle pleitesía, alguna olla podría rasparse con el poder que Pinochet mantenía en su decadencia final.

En ese contexto, hubo un giro en la posición del mando militar y se instala la “Mesa de Diálogo”, en sus deliberaciones el Ejército reconoce la responsabilidad institucional que le cabe en la violación de los Derechos Humanos y en la eliminación sistemática de los opositores de izquierda, pero, en funesta contradicción con ello no informa el destino de los detenidos desaparecidos. Fue una circunstancia muy amarga. La esperanza se convirtió en decepción.

Queda claro qué hay una lucha que pronto llegará al medio siglo, de duro bregar por una verdad que se quiso ocultar y por la justicia que se intentó negar tantas veces. En este esfuerzo hay un hecho definitivo es la derrota del negacionismo. No hay como negar lo que está probado, la sistemática, masiva, sostenida y cruel violación de los Derechos Humanos en Chile.

Este largo periodo de luchas, búsquedas, avances y maduración de diversos actores políticos e institucionales para fortalecer y practicar el respeto de los Derechos Humanos ha tenido un quiebre en este gobierno.

El primer hecho reprobable fue la calificación de “montaje” al museo de la Memoria, después de esa aberración, desde el 18 de octubre vino la represión, una dura violencia estatal en las calles, de un volumen y magnitud sin precedentes en democracia.

Piñera se apresura a condenar el reprobable vandalismo en la estación de Metro Los Quillayes, pero del tráfico de armas en la ultraderecha guarda silencio y las vocerías de gobierno dicen algo inaudito que no hay antecedentes para querellarse.

Ahora bien, más riesgoso aún es la insistencia del gobernante de utilizar las fuerzas militares en funciones de orden público, sin reparar en la tragedia que generará su majadera irresponsabilidad al obligarlas a reprimir a la población. En este punto, no hay matices, Piñera asume la total responsabilidad de lo que pueda ocurrir.

Así hay una congoja, un dolor profundo en el alma nacional porque la dramática lección que emanó de esa amarga etapa de nuestra historia no echó raíces en el Estado y en las fuerzas policiales y militares que tienen el monopolio del uso de la fuerza y que deben asegurar que no usarán la violencia estatal en contra de la ciudadanía. El compromiso que “nunca más” se violarían los Derechos Humanos fue masivamente vulnerado desde el 18 de octubre en adelante.

Por eso, marca imborrable del segundo gobierno de Piñera será la violación de los Derechos Humanos, con hechos inéditos de violencia del Estado como los disparos de balines o perdigones dejando, según datos del Ministerio Público y del INDH, más de dos mil heridos por disparos, cerca de mil denuncias por torturas, golpizas graves y violencia sexual, más de 400 manifestantes con mutilaciones irreparables, incluida la ceguera, en decenas de ellos.

Asimismo, hay víctimas fatales y muertes sin aclarar que indican el descontrol de la violencia del Estado. Ante tan funesta realidad nadie responde, ni en el Gobierno ni en Carabineros, pero alguien tomó la decisión política e institucional de preparar, equipar al personal policial y disponer de la logística, escopetas y balines.

La pregunta es inevitable, donde está o cual fue la autoridad que permitió que pasara a ser habitual disparar a la cabeza y ojos de los manifestantes, especialmente jóvenes, cuando protestaban en diferentes ciudades del país. Como nadie en La Moneda advirtió, reclamó ni dijo nada.

Ante los tribunales de Justicia el gobierno se sitúa en clara contradicción con los Tratados Internacionales que, aprobados con rango constitucional, señalan el socorro y defensa de las víctimas y no de los que mutilan o torturan.

El discurso oficial se diseñó para justificar la represión, satanizar a los manifestantes y negar los hechos. Por eso, se activan algunos ultraderechistas rabiosos que vandalizan lugares de memoria histórica en Chile, pero, se engañan si creen que así podrán borrar los crímenes de Pinochet.

Se confirma que la garantía constitucional de respeto a los Derechos Humanos no es parte del esfuerzo de Piñera y de su entorno, que se desviven para promover leyes que blindan a los victimarios y desprotegen a las víctimas dejándolas en la práctica sujetas a lo que ellas puedan hacer con el apoyo de la comunidad. Esta situación es una vergüenza para Chile.

Después de la magnitud del terror dictatorial se dijo que nunca más debía pasar una tragedia semejante, pero Piñera con su declaración de “guerra” y decretar el Estado de Emergencia constitucional generó las condiciones para la repetición estremecedora de la violencia estatal en Chile. El Informe del INDH de esta semana es tan doloroso como innegable.

La tragedia de la violación de los Derechos Humanos vuelve a ocurrir y el gobierno en su conjunto, por decisión política de Piñera, ha respaldado institucionalmente a las autoridades policiales responsables del atropello masivo, reiterado y brutal de los Derechos Humanos.

Los hechos condenan. La magnitud de la violencia contra la población y la declaración de guerra que personalmente formuló se convirtieron en una realidad política e histórica inexcusable.

Aunque un quórum impresentable salvó al Intendente de Santiago de la Acusación Constitucional que se formuló en su contra, en ningún caso, se podrá extinguir la responsabilidad política de la autoridad civil al transigir, aceptar o someterse ante la violación de los Derechos Humanos por organismos policiales o castrenses. 

El prestigio internacional que en la transición democrática se reconstruyó para el respeto y la credibilidad del país se desplomó con el gobierno de Piñera. 

En particular, el sostén dado al general Rozas como Director de Carabineros, indica que no hay voluntad en La Moneda para erradicar el desprecio que se observa en el Alto Mando y en las unidades operativas para respetar los Derechos Humanos e instruirles que nada justifica mutilar, torturar, golpear, abusar y/o atropellar la dignidad de las personas.

A la postre, para la derecha gobernante el núcleo fundante de la democracia no está en el respeto a los Derechos Humanos, por el contrario, al ver cuestionados sus privilegios recurre a la violencia estatal para frenar y castigar a quien tenga la osadía de pensar y actuar en pro de un mundo justo y humano, en su criterio ancestral se justifica la muerte de inocentes ante las demandas sociales que piden un régimen democrático sin tutelas y con justicia social. Es un drama que se repite en Chile.

Así, el legado de Raúl Rettig, Jaime Castillo, Sola Sierra, Manuel Almeyda, Andrés Aylwin, José Zalaquett, Percival Cowley y tantos chilenos y chilenas que dieron lo mejor de si por los Derechos Humanos, esa causa esencial adquiere hoy la continuidad necesaria apoyando el grito por verdad y justicia porque los derechos fundamentales de nuevo son brutalmente violados.

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