Hay mañanas y mañanas de sábado. El sábado 27 de abril un whatsapp de Pedro Domancic me remueve con una mala y sorpresiva noticia. Se rompía un nuevo eslabón de esa cadena que pareciera sostenernos. Me decía: Murió Camila/Murió Camila.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
¿Qué Camila? Lagarrigue, la única. La que me quedó grabada para siempre con sus aparentes gestos cortantes y seguros, mirada fiera y control de todos esos papeles y carpetas, que ahí y sobre todo ahí constituían la bodega con los diamantes.
¿Qué podía ser más importante en el viejo Arcis que los registros académicos? ¿Qué podía cuestionar más a la alternativa universidad que la credibilidad de sus registros?
Y Camila estuvo construyendo esa épica. Épica sencilla muy lejos de las importantes visitas que ahí se recibieron o las y los personajes que a pesar de todo esa academia reunía, hasta convertirse en las luces de la República en el mayor de los entusiasmos.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
Pero yo no conocí a Camila por un acta o buscando un viejo registro entre sus kardex monstruosos y crecedores. Debe haber sido septiembre u octubre del '90, cuando hacía semanas que había sido excarcelado bajo firma semanal en una Fiscalía Militar.
Y ahí andaba reconociendo este país, entre extrañado, asustado e inseguro.
En mis pendientes urgentes extra familiares lo primero fue ir a conocer la tumba de mi hermano con un retraso de cuatro años. Y justo después, ir a Arcis en Riquelme con Huérfanos portando un folleto tipo diario de color café que guardaba en la cárcel desde hacía un año.
Entre el concierto de Silvio en el Estadio Nacional y Aylwin revisaba ese folleto y sus mallas y sus profesores. Al salir en libertad, tenía que conversar con alguien de ahí -Arcis- para ver la posibilidad de estudiar. Estaba claro que me quedaba en Chile, que no me iría porque aquí estaban mis hijas y esa era mi principal opción.
Ese día que fui finalmente a conocer la institución vista tan sólo en ese periódico, esperé un poco y pude hablar con Camila Lagarrigue. Ella era la presidenta del Sindicato único y además era la jefa o encargada del Registro Académico. Apareció de una sala de ese primer piso, de esas que daban a Riquelme, antes de la intervención de esa vieja casona y antes del celeste asalmonado.
Camila fue muy clara y acogedora, claro en su registro seco y directo. Me indicó postular - dada mi condición de ex PP - a un porcentaje de beca sindical a mi ingreso. No me aseguró nada, seguramente me pidió una carta y desde ahí esperé y esperé.
Semanas después -no recuerdo exactamente- tuve la noticia: me habían otorgado un porcentaje, que junto a unas ayudas y un pololito me permitirían estudiar periodismo ahí en Arcis, lugar elegido desde la cárcel El Manzano en Concepción.
En esas primeras semanas el mundo era hostil entre firmas en un regimiento y caminar por la calle con mi carnet y el obvio chequeo de los cenuchos aún activos. Era un tiempo en que todo parecía cuesta arriba, mientras masticábamos la derrota de los épicos esfuerzos.
Y pasaron los años y pese a que en Arcis conocí a muchas personas que fueron significativas, Camila quedó para siempre como el rostro de ese espacio, como la mano tendida justo, justo en esa circunstancia de comenzar a vivir en la normalidad de la transición a la medida. Su rostro parecía cincelado y tenía obvias reminiscencias con su apellido de las vascongadas.
El tiempo pasó y siempre admire a Camila. Recuerdo que una vez años después me entere que un maremoto había destruido su casa-joyita construida junto a su compañero. Y le escuché el relato resiliente y de futuro.
Invencible. Invencible fumadora. Invencible y fraterna. Invencible en lealtades. Invencible. Esa es la Camila que hoy ayer despedimos desde la diáspora de los y las arcianas.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores. (Miguel Hernández, Elegía a Ramón Sijé)
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