Ojos que no ven

El drama de los niños migrantes separados de sus familias e ingresados en centros de detención estadounidenses en la frontera con México, ha tenido impacto mundial. Difícil no reaccionar ante estas medidas que muestran la peor cara de las políticas que intentan hacer sus fronteras infranqueables, aun a costa de los derechos fundamentales.

La misma reacción e impacto produjo, en septiembre de 2015, la imagen del pequeño cuerpo sin vida de Aylan en una playa de Turquía, luego que naufragara la frágil embarcación en que su familia intentaba llegar a Grecia huyendo de la guerra en Siria. Su breve historia, se transformó en la imagen de la crisis migratoria y de los refugiados en Europa, poniéndola en el centro del debate político.

Sin embargo, en ambos casos, la historia llevaba ya algunos años, aunque las conversaciones e informes de derechos humanos no lograron conmocionar a la opinión pública y el rechazo masivo no llegó. Era necesaria la imagen de Aylan, y las de los niños detenidos en la frontera de México. Como dijo el director del diario italiano La Stampa en respuesta a la disyuntiva ética sobre publicar o no la fotografía de Aylan: “esconder esta imagen significaba mirar hacia otro lado, disimular como si nunca hubiese ocurrido, y tomarnos el pelo para garantizarnos otro día de tranquila ignorancia”.

Es inevitable preguntarse cuál es nuestro nivel de tolerancia ante estas atrocidades, y si el límite está entre la primera y la segunda página de la prensa y los noticieros ¿cuánta tragedia estamos dispuestos a permitir para mantener nuestra tranquila ignorancia?

En el caso de la actual crisis migratoria, y la creciente demanda de asilo en Europa, esta comenzó a escalar poco después de estallar el conflicto armado en Siria, en 2011, por quienes han intentado, desde entonces, escapar de los horrores de la guerra y Daech, hasta hoy, en que los solicitantes de asilo procedentes de Oriente Medio y el Norte de África se han diversificado. Transcurrieron varios años con miles de personas muriendo en las aguas del Mediterráneo, en las mismas circunstancias que Aylan y su familia. Según la Organización Internacional de Migraciones, 700 personas perdieron la vida en 2013 intentando cruzar el Mediterráneo y 3.072 en 2014; Aylan fue una de las 3.783 personas que murieron ahí en 2015. En 2016 la cifra aumentó a 5.143 muertos; y 3.139 perecieron en ese mar en 2017.

A este escenario hay que agregar que no todas las situaciones de la misma naturaleza han merecido la atención de los medios de comunicación, y menos aún un espacio en primera página.

En el canal de Mozambique, centenares de personas mueren cada año intentando huir de Comoros (Estado miembro de NU, compuesto por la isla Gran Comora, Anjouán y Mohéli) a la isla de Mayotte, cuarta isla del archipiélago que se mantuvo bajo soberanía francesa.

Se calculan entre 10.000 y 30.000 los comorenses muertos al naufragar las improvisadas embarcaciones en las que procuran escapar de su país, uno de los más pobres en el mundo. Esto viene ocurriendo desde 1995 cuando Francia estableció la exigencia de visa para los habitantes de su ex colonia.

En cuanto a la detención de niños migrantes, es también un drama que viene sucediendo desde hace unos años, en distintas latitudes. En Estados Unidos, ya a inicios de 2016 se informaba sobre los cientos de menores no acompañados e indocumentados recluidos en centros de detención, a la espera de una definición de su situación migratoria; encierro que en algunos casos superaba los 20 meses.

Diversos informes de especialistas vienen advirtiendo desde hace algunos años sobre los problemas, abusos y violaciones de derechos a que están expuestos los niños inmigrantes indocumentados, acompañados o no.

En el caso de EEUU, se advirtieron los serios problemas de los agentes de la patrulla fronteriza a causa de su falta de entrenamiento, evidenciados en su relación con los niños migrantes; el trato diferenciado que daban a los niños según fueran mexicanos o centroamericanos, donde los primeros quedaban bajo custodia estadounidense durante meses  para reunir información sobre carteles a través de un programa poco conocido de "Referencia Juvenil".

En el verano de 2014, ante el aumento de niños migrantes, el Departamento de Justicia ordenó a los tribunales de inmigración acelerar los casos de niños y familias no acompañados, premura que dificultó la obtención de abogados pro-bono y ocasionó que niños de tres años aparecieran solos ante los jueces de inmigración; ese mismo año hubo también una drástica expansión de la capacidad de los centros familiares de detención migratoria, coherente con el propósito de disuadir a los migrantes centroamericanos de ingresar al país (ACNUR, HRW).

Por otra parte, en 2012 Australia reactivó la política de tramitación de solicitudes de asilo en terceros países, y para “retenerlos” abrió centros de detención en Papúa Nueva Guinea (PNG) y en Nauru; las críticas no tardaron en llegar desde la ONU y defensores de derechos humanos.

En ambos casos los centros de detención se establecieron bajo el control del Gobierno de Australia, con acuerdo de los respectivos gobiernos. En el caso de PNG, el centro abierto en 2013 fue cerrado en noviembre de 2017, tras la lluvia de críticas por las inhumanas condiciones de vida de los internos y una orden judicial de clausura.

El Gobierno y los operadores del centro deberán indemnizar a más de 1.900 inmigrantes detenidos, por los "daños físicos y psicológicos" causados. En 2016, The Guardian publicó más de 2.000 informes filtrados del campo de detención para solicitantes de asilo de Nauru, revelando los abusos sexuales, agresiones físicas, intentos de suicidio, y los abusos a niños, en un contexto de duras condiciones de encierro. Casi la mitad de los “incidentes” reportados (2013-2015), involucran a niños en situaciones donde los guardias de seguridad a cargo aparecen como protagonistas de los abusos infligidos, muchos de ellos inenarrables.

En Francia, el diario Le Monde ha informado recientemente que la “detención administrativa” de extranjeros, incluidos niños, ha ido en aumento a pesar de la condena de la Corte Europea de Derechos Humanos en 2012 y 2016 por esta razón. En total 25.274 personas de 140 nacionalidades fueron encerradas en Francia en 2017; más 19.683 en territorio de ultramar, la gran mayoría en la isla de Mayotte. Son extranjeros no documentados encerrados por orden administrativa y no judicial, a la espera de ser devueltos a sus países de origen o enviados a otro país de la UE.

Suma y sigue. En otros países, como Tailandia, las leyes permiten el encierro de niños refugiados por tiempo indefinido; y la detención a gran escala de niños migrantes ocurre también en Indonesia, Malasia y México.  

Nadie discute el grave daño que causan las detenciones prolongadas, especialmente en los niños; no sólo por el hecho de estar detenidos, sino también por otras amenazas, abusos y violaciones graves de derechos a los que están expuestos, lo que se expresa en conductas autodestructivas e intentos de suicidio tratando de escapar como sea.

La pregunta que surge ante estas tragedias es ¿cuál es el número de víctimas necesario para que los medios de comunicación se impacten y los gobiernos adopten medidas efectivas para detener los abusos?

¿Qué es necesario para que nos duelan todas las víctimas por igual? El trabajo que realizan agencias de la ONU, y en especial los Expertos Independientes del Alto Comisionado de los Derechos Humanos desde Ginebra, ni todos los diálogos en el Consejo de Derechos Humanos han bastado para que la opinión pública reaccione.

Es urgente poner la detención de los niños en la mira internacional, cualquiera sea el lugar donde ocurra. La supervisión de la situación de los solicitantes de asilo debe ser sistemática para prevenir amenazas y prácticas abusivas, y deben adoptarse medidas específicas para un mayor cumplimiento de las normas internacionales.

La sociedad civil y los medios de comunicación deben movilizar a la opinión pública para lograr una drástica reducción del número de niños privados de libertad.

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