Desde el putsch del 11 de septiembre de 1973, durante innumerables años de dolor y tenaz resistencia, las familias de las víctimas de violaciones a los Derechos Humanos han bregado sin descanso por ensanchar la vía que permita avanzar en verdad, justicia y reparación hacia quienes sufrieron el terrorismo de Estado bajo la dictadura.
La dictadura recurrió a la promulgación de una amnistía o ley de auto perdón en 1978, a las diversas disposiciones de la Constitución de 1980, a burdas mentiras y la distorsión de los hechos, al control de la máxima Corte de Justicia y luego, en democracia, al chantaje y la presión sobre la autoridad civil para impedir la verdad y la justicia.
En el "peak" del desenfreno represivo la ilimitada bajeza de la prensa pinochetista llegó a calificar de "ratas" a los perseguidos, utilizando el mismo lenguaje repulsivo que usaban torturadores sin alma ni piedad en los crueles interrogatorios que en las cárceles secretas de Pinochet tenían como objetivo someter y humillar a las víctimas, doblegar su resistencia, tratando de destruir su dignidad de seres humanos.
Así también, las víctimas de la criminal violencia policial en contra de la movilización social, desde el 18 de octubre en adelante, han debido sufrir por el dolor y el daño causado como por el blindaje de impunidad que levantan los instigadores políticos de las violaciones a los Derechos Humanos, en protección de los autores materiales de esas condenables acciones.
En el presente, las familias de las víctimas tropiezan con esos mismos obstáculos. De diferente naturaleza, pero poderosos son los recursos que se mueven tras los imputados por los disparos de las armas antidisturbios contra el rostro de los manifestantes. Los miembros de esta nueva generación de luchadores también son maltratados, insultados y castigados.
Ahora bien, la prisión preventiva del ex oficial de Carabineros, Claudio Crespo, imputado como autor de los disparos de perdigones con una escopeta antidisturbios contra el rostro del estudiante Gustavo Gatica, ha traído un alivio a su familia y a centenares de jóvenes víctimas de un inédito y cruel método de represión policial: destruir los ojos y dejar ciegos a los manifestantes.
También las evidencias obligaron al paso a retiro de dos oficiales en San Bernardo, en particular, la prisión preventiva del ex capitán Patricio Maturana, luego cambiada por arresto domiciliario total, como imputado por la agresión sufrida por la trabajadora Fabiola Campillai que recibió el impacto de una bomba lacrimógena que le significó gravísimas heridas en el cráneo, causantes de una ceguera definitiva y que le mantienen en una precaria situación de salud.
Ambas decisiones judiciales tienen valor después de una larga incertidumbre, pasaron meses sin avances, con maniobras cerrando el camino, se temió lo peor, que imperara la impunidad, deseada por el gobierno y los mandos responsables, pero que valida la venganza y carcome el Estado de derecho, socavando su legitimidad. Sin justicia sobrevive la impunidad propia del autoritarismo.
En particular, la decisión de la Contraloría General de la República de hacer uso de sus atribuciones constitucionales y legales para establecer la responsabilidad del Alto Mando de Carabineros en los terribles y penosos hechos ocurridos desde el 18 de octubre en adelante es un hecho de trascendencia, que abre un camino hacia la erradicación en su punto de origen de la cadena de omisiones y encubrimientos que permiten la impunidad de quienes, amparados en su condición de policías, violan y atropellan flagrantemente los derechos humanos y las libertades democráticas fundamentales.
Igual que la dictadura ante las resoluciones condenatorias de Naciones Unidas, las denuncias de las agrupaciones de Derechos Humanos y de la Iglesia Católica, luego ante el Informe Rettig y el Informe Valech, los nuevos defensores del terrorismo de Estado y la violencia policial ahora vuelven a alegar sobre “el contexto” para justificar las crueles mutilaciones y la agresión de carabineros en contra de decenas de miles de manifestantes.
Por eso, la firme presión ciudadana, la acción de la Fiscalía y la decisión de los Tribunales, toman mayor valor porque reponen la justicia como un factor esencial en un Estado de derecho, condición necesaria en los pilares que sustentan la institucionalidad democrática. Sin justicia no hay democracia.
En la derecha y el conservadurismo hay otra visión, en ese sector es habitual negar o desconocer la acción de la justicia cuando se juzga la conducta deplorable de efectivos castrenses violando los Derechos Humanos y agrediendo violentamente a la población civil, pero cuando se trata de la delincuencia común rasgan vestiduras exigiendo que se “pudran” en la cárcel. Es un doble estándar permanente e inaceptable.
En el caso de las manifestaciones masivas posteriores al “estallido social” del 18 de octubre del año pasado, desde la derecha y desde el gobierno se pretendió en forma sistemática satanizar y criminalizar a los manifestantes como “violentistas” e insinuar que la perturbada acción policial, caracterizada por una violencia descontrolada, era válida moral y judicialmente no importando como hubiera sido ejercida.
Diversas maniobras mediáticas desde La Moneda trataron de rehacer la caricatura del enemigo externo, la técnica habitual del pinochetismo para justificar el terrorismo de Estado, en este caso, fue el burdo recurso del llamado “big data” destinado a engañar a millones de chilenos y chilenas indicando que las manifestaciones eran activadas digitalmente desde algún sitio remoto de Europa oriental por agentes aún activos del antiguo régimen soviético.
Con esa ficción pretendieron, de modo inescrupuloso, invalidar la legitimidad de las multitudinarias protestas sociales. Fue un papelón más. Así desde el gobierno y grupos de ultraderecha se trató de generar un clima de impunidad para los autores de graves delitos como las decenas de miles de proyectiles disparados indiscriminadamente con escopetas antidisturbios que provocaron secuelas irreparables en las víctimas.
El propio gobernante con su deplorable arenga de tildar la movilización social como una “guerra” dio pauta para que toda suerte de extremistas ultra conservadores pudieran guarecerse en ese discurso de odio y confrontación, trasladando la responsabilidad del descontrol y la violencia policial a los manifestantes.
Esa misma identidad refractaria a la defensa y el respeto a los Derechos Humanos es la que impulsó la grosera decisión de poner el nombre de un ex miembro de la Junta Militar a la Academia formadora de oficiales de Carabineros. Tal exabrupto fue una afrenta que debiese avergonzar a sus autores que intentaron burlarse de la memoria histórica del país.
La ausencia de justicia en tantos crímenes cometidos desde el 11 de septiembre de 1973 aumentó la bestialidad, como los casos reconocidos en un audio difundido hace pocos días de dos ex Carabineros de Concepción que se ríen de sus asesinatos. La impunidad estimuló atroces crímenes de lesa humanidad que enquistaron una cultura de desprecio a la vida y a la dignidad del ser humano que ha vivido décadas en unidades de uniformados, cuya conducta hoy avergüenza al país.
Los crímenes en contra de los militantes de izquierda que resistieron en La Moneda y que fueron ejecutados en el regimiento Tacna, la terrible Caravana de la Muerte” sembrando la desolación por todo Chile, los asesinatos de centenares de detenidos desaparecidos, la “Operación Cóndor”, el caso degollados, la “Operación Albania”, entre otros hechos atroces, fueron actos de terrorismo de Estado que nunca deben ser olvidados, como parte del compromiso del país con el nunca más.
Ello porque hay personeros en la derecha que tienen la creencia que desde el poder del Estado y de las instituciones que tienen bajo su mando pueden hacer lo que les plazca, que matar y torturar es válido sin dejar evidencias inculpatorias y si los pillan y procesan la jerarquía castrense les tiene que encubrir por su membresía institucional.
En su raciocinio no cabe la única y absoluta verdad, la que se ha establecido a través del sucesivo desarrollo de la humanidad que concluye que no cabe la impunidad, que los crímenes de Estado deben ser juzgados y castigados. Así, en herméticos grupos castrenses sigue viva la lógica siniestra de la violación de los Derechos Humanos.
Ahora bien, ante la criminal conducta de causar lesiones gravísimas a los y las manifestantes durante las multitudinarias movilizaciones sociales, en torno al 18 de ctubre y en las semanas posteriores, no obstante, el conjunto de maniobras dilatorias, de justificación o complicidad, se abre un camino de esperanza porque los encubridores de ultraderecha consiguieron retardar pero no suprimir la labor de los profesionales de la PDI, de la Fiscalía y de instituciones científicas e incluso pericias en Carabineros, que han logrado un primer fruto de significación.
La convicción ética de los investigadores ha sido más fuerte y han bregado duro para lograr la verdad. La sed de justicia, en una comunidad democrática, demuestra una vez más que es inagotable. Estos avances iniciales, aún siendo parciales y faltando etapas fundamentales, son de un valor inestimable, porque se abrieron paso con gran esfuerzo, doblándole la mano a quienes desde el centro del poder preferían buscar excusas y no llegar a la verdad y la justicia.
Los que creen que esconder la violencia policial e incluso acciones de terrorismo de Estado bajo la alfombra es lo mejor para la institución de carabineros están totalmente equivocados. La cínica criminalidad de los autores y de los mandantes de estos hechos debe ser erradicada, su manía represiva y su agresivo sadismo ha socavado la legitimidad de su accionar ante el país y deben ser sustituidos.
Cuando chilenos y chilenas anhelan un país solidario, democrático en lo institucional, justo en lo social y diverso en lo cultural, sería muy nocivo que la impunidad se impusiera, por el bien de Chile debe prevalecer el Estado de derecho.
Los caídos de ayer y los de hoy pertenecen a la causa de la libertad y la justicia que honra su legado.
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