Corren semanas cristianas y resulta pertinente una provocadora pregunta, sobre todo para aquellos que se hacen reconocer y denominar cristianos, ¿tienen perdón de Dios los militares y policías que torturaron en Chile entre 1973 y 1990?
O, más filosóficamente, como lo hicieran los teóricos frankfurtianos allá por la década del cuarenta y cincuenta del siglo XX, ¿dónde estaba Dios cuándo ocho militares y un Carabinero torturaron por error a una familia completa, para luego asesinar a dos adolescentes, a uno de los cuales le faltaba la mitad de la cara, cuando fue reconocido por su madre en la morgue?
Entre 1973 y 1990 el Estado de Chile violó sistemáticamente los derechos humanos de hombres, mujeres y niños.. Se calcula un total de víctimas de 38.254 personas en todo el país.
Las torturas, ejecutadas por militares y policías de todos los rangos y lugares del país, incluyó atrocidades como, golpizas reiteradas, colgamientos, posiciones forzadas, aplicación de electricidad en todas las partes del cuerpo, amenazas, simulacros de fusilamiento, desnudamiento, violaciones coletivas, presenciar torturas de otros, incluidos sus propios familiares, ruleta rusa, presenciar fusilamientos de otros detenidos, confinamiento en condiciones infrahumanas, privación del sueño, asfixias, exposición a temperaturas extremas, etecétera.
Las consecuencias de estas atrocidades, aún parcialmente inexploradas, tienen alcances que permanecerán durante décadas como una herida abierta en la conciencia colectiva de la sociedad chilena.
La publicación del libro “Así se torturó en Chile (1973-1990)” (Ediciones La Copa Rota, 2018) pone a disposición de la comunidad un detalle parcial de los vejámenes cometidos por los agentes del Estado, los cuales fueron recogidos por la Comisión Valech y sus ampliaciones el 2005 y 2011.
Especial mención tienen los actos cometidos contra las mujeres. Estos incluyeron, en palabras de una mujer torturada, “Al quedar detenida fui incomunicada en una sala donde luego me violó un soldado raso (…) Por violación de los torturadores quedé embarazada y aborté en la cárcel. Sufrí shock eléctricos, colgamientos, pau de arara, submarinos, simulacros de fusilamiento, quemaduras con cigarros (…) Me obligaron a tener relaciones sexuales con mi padre y hermano que estaban detenidos”.
El uso de la electricidad como herramienta para causar el terror es una de las prácticas que más se repiten en los relatos de los sobrevivientes. La introducción de ratas en la vagina y las violaciones masivas fueron algunas de las actividades recurrentes contra las mujeres.
Las golpizas que duraban meses e incluían quemaduras, quebrado de dientes y todo tipo de violencia demencial, fueron actividades transvesarles contra hombres, mujeres y niños.
Los sobrevivientes, testigos perfectos como Primo Levi, el judío torturado en Auschwitz, relatan cada uno de estos actos con la afección de quien sobrevive para contar lo sucedido.
El testigo, aquel que fue despojado de su condición humana al ser sometido a todo tipo de despojos posibles, es un cadáver ambulante como señala el filósofo italiano Giorgio Agamben.
La memoria de la comunidad en la cual estos actos fueron cometidos se reconfigura y abre nuevos espacios donde el terror de asoma como una práctica posible.
La memoria constituye no solo un registro del pasado. No es una caja de archivos muertos que se actualizan con cada nuevo testimonio. Es más bien una estructura viva que traza el horizonte de lo posible. Por esta razón cabe preguntarse por las consecuencias sociales de la tortura en Chile.
Es posible observar un tenebroso presente y futuro debido a la ausencia de una educación de derechos humanos en los órganos policiales y militares. Esta tarea no puede depender de la voluntad individual y, ante la ausencia de Dios durante las torturas, es el Estado el que debe materializar el “nunca más”.
Cuando presenciamos la violencia extrema de la policía, sus juicios por montajes, sus vínculos delictivos, los robos y escándalos millonarios, el comportamiento animal de muchos carabineros que anda suelto, me parece que estamos en presencia del futuro trazado por la tortura y la impunidad.
La posible emergencia del fascismo pinochetista es otro de los registros de los cuales deberemos hacernos cargo.
Queda tanto por hacer y es tan urgente que la centro izquierda y la derecha democrática deberían ser capaces de tender puentes para cerrar el paso a quienes ampararon tamañas aberraciones.
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