En estas últimas tres semanas nos hemos visto enfrentados a innumerables imágenes y testimonios de personas que han sido víctimas de diversas violaciones de derechos humanos. Frente a esto nos movemos entre el estupor, el dolor y la rabia, porque conocemos las dimensiones del trauma individual y colectivo.
Durante los últimos 30 años quisimos creer que un escenario como el que enfrentamos no podía darse en democracia ¿Cómo podría ser posible? Y aquí estamos, heridos, conmocionados y avergonzados.
Las denuncias y querellas por golpizas, lesiones, abusos sexuales, violación, tortura y otros malos tratos a personas detenidas, se han sucedido desde los primeros días del estallido social.
Y cada día surgen nuevas acciones de carabineros que impactan por el nivel de insensatez que denotan; como fue el uso del arma antidisturbios en contra de alumnas al interior de un colegio, contraviniendo sus propios protocolos. Pensábamos que los malos tratos y tortura de carácter sexual ocurrían hoy sólo en contextos de conflicto armado; o se producían excepcionalmente, cuando el agresor tenía cierto grado de certeza de permanecer impune.
Pero no, nadie que haya violado los derechos humanos en estos días pudo pensar que sus acciones quedarían entre él y su víctima.
¿A qué se debe el descontrol entonces?
¿Qué pasó con la formación en derechos humanos que recibe carabineros?
¿Por qué no se aplicaron los protocolos de actuación?
¿Cómo se está haciendo la selección en sus escuelas de formación?
¿Cómo se seleccionan y forman los efectivos de fuerzas especiales?
¿Se verifica que los protocolos y criterios de actuación se apliquen efectivamente?
Estas, son sólo algunas preguntas que es necesario plantearse a fin de evaluar el tremendo desafío al que nos enfrentamos: una reforma policial profunda. Una nueva “modernización” de Carabineros no es la respuesta que exige la democracia.
En marzo de este año, se publicó en el Diario Oficial la Circular N° 1832, que actualiza instrucciones sobre el uso de la fuerza en Carabineros, haciendo referencia al Código de conducta para funcionaros encargados de hacer cumplir la ley (ONU), y los Principios básicos sobre el empleo de la fuerza y las armas de fuego de los mismos.
Señala que la fuerza puede usarse cuando sea estrictamente necesaria, en forma gradual y proporcional -incluso en caso de legítima defensa -, y sólo luego de haber recurrido a medios no violentos.
Además, establece que el uso de la fuerza fuera de los parámetros legales conlleva responsabilidad individual, por la acción u omisión, y de los mandos que dictan las órdenes y supervisan que las conductas se ajusten a la norma. Detalla niveles diferenciados del uso de la fuerza y los medios, según el grado de colaboración o resistencia de la persona controlada.
Al mismo tiempo, se publicó el Protocolo para el mantenimiento del orden público, que hace referencia a las normas internacionales sobre derechos humanos, incluidas la Convención sobre derechos del niño, Convención Interamericana sobre violencia contra la mujer, y Convención contra la tortura.
Establece que “la fuerza es el último recurso (…) y deberá ser restringida al mínimo tratándose de niños, niñas y adolescentes”. El Protocolo aborda en detalle las acciones y medios posibles de utilizar para intervenir en distintos tipos de manifestaciones y en la protección de los manifestantes.
En fin, sobra decir más sobre normas y protocolos, el problema no está ahí.
Cuesta explicarse cómo los mandos de Carabineros no han logrado controlar y ajustar a la norma las actuaciones de sus efectivos, tratándose de una institución que se define esencialmente obediente, jerarquizada y disciplinada.
El deterioro de la imagen pública de Carabineros y la fuerte caída de la confianza ciudadana parecen no tener retorno. Una policía que actúa persistentemente contraviniendo sus propias normas y protocolos - como hemos visto estas últimas semanas - deja en evidencia las debilidades en los procesos de selección y formación, entre otros aspectos.
Un nuevo intento por “modernizar” la institución resulta fútil. Aumentar la dotación, mejorar su equipamiento o fortalecer las labores de inteligencia, no resolverán el problema de fondo ni permitirán alcanzar el objetivo esencial, que es contar con una policía que realice una labor eficaz y eficiente teniendo como doctrina el respeto a los derechos humanos.
El cambio de lógica supone transparencia y rendición de cuentas, y la definición de mecanismos efectivos de control externo e interno.
Una reforma policial no es imposible; requiere de voluntad política. Una experiencia es lo ocurrido en Bélgica a fines de los 90s, cuando las policías y la justicia fueron cuestionadas por la ineficiencia mostrada en la investigación de un grave caso de pederastia, secuestro y asesinato de tres niñas y una adolescente (affaire Dutroux). En este caso, la evidencia y la demanda ciudadana, llevaron a ocho partidos políticos a firmar un acuerdo para refundar las policías, y en ocho meses la ley fue votada.
La pregunta que cabe hacerse y plantear a las autoridades es ¿qué debemos esperar que ocurra en Chile para tomar la decisión de hacer una reforma profunda a la policía de Carabineros?
En las actuales circunstancias, la discusión debiera simplemente dilucidar si dicha reforma debe llegar al punto de su refundación.
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