Hace exactamente cuatro años un grupo de jóvenes estudiantes del pueblo de Ayotzinapa en el estado de Guerrero, México, tomaron un bus para dirigirse a una manifestación conmemorativa de la matanza estudiantil de Tlatelolco en 1968. Su viaje terminó trágicamente cuando el bus en que viajaban se vio envuelto en una balacera entre fuerzas militares y grupos de narcotraficantes. Murieron cinco jóvenes, una veintena resultaron heridos y a 43 de ellos los subieron a bordo de vehículos policiales. Hasta hoy siguen desaparecidos.
Según la Procuraduría General de México, la policía detuvo a los jóvenes por orden del entonces alcalde de Iguana José Luis Abarca y su esposa María de los Ángeles Pineda, matrimonio fuertemente unido al cártel de los Guerreros Unidos, quienes pensaban que los estudiantes se dirigían a realizar una manifestación contra la pareja gobernante.
La búsqueda de los estudiantes secuestrados no ha parado hasta hoy y si bien ha sido infructuosa, ha abierto una profunda crisis política y de confianza en las instituciones mexicanas, las que no sólo se han mostrado incompetentes, cuando no insensibles, sino que ha puesto de manifiesto la profundidad del drama de la violencia y la desaparición forzada en el país, que según cálculos de organismos de derechos humanos alcanza a las 30 mil personas, desde que el presidente Calderón inició la guerra contra el narco.
En ese contexto, las investigaciones del caso han abordado distintas hipótesis, como por ejemplo la de la incineración de los cuerpos en un basural, sostenida por la Procuraduría y desechada por expertos forenses internacionales; también han procedido al arresto de sospechosos, pero la manipulación e implantación de pruebas falsas, así como las torturas y malos tratos infringidas a los detenidos han terminado por inviabilizar esas pistas.
El presidente electo Andrés Manuel López Obrador se ha mostrado cercano a las familias de los estudiantes de Ayotzinapa y espera volver a abrir las puertas de México para el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyas investigaciones el gobierno de Peña Nieto obstaculizó y desechó.
Pero la esperanza de encontrarlos con vida parece esfumarse mientras se reviven relatos de pesadilla que azotan al país a lo largo de la frontera con Estados Unidos.
Loma Bonita, Ojo de Agua, La Gallera son puntos en el mapa de Baja California y Sinaloa bellamente denominados. En uno de esos trabajó el albañil Santiago Meza López, bajo las órdenes del narcotraficante Teodoro García Simental. Lo suyo era disolver en ácido los cuerpos de miembros de las bandas rivales, activistas de derechos humanos, familiares de desaparecidos, policías honestos, mujeres abusadas, estudiantes rebeldes y un largo etcétera conformado por quienes se cruzaban en el camino de la banda.
El Pozolero Santiago Meza no conocía a las víctimas. De hecho sólo recibía cadáveres, a los que personalmente disolvió en un número aproximado de trescientos, dejando unos restos fósiles que en realidad son una mezcla de grasa, dientes y huesos disueltos en barriles; imposible atribuirles alguna identidad particular, ni siquiera genérica. El cuerpo humano había sido en este caso perfecta y completamente eliminado.
Para el escritor peruano José Carlos Agüero “el Pozolero es el último eslabón de la maldad y la Incertidumbre en nuestra modernidad. Su superación. Su perfección honesta”.
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