La industria minera es un pilar fundamental para países ricos en recursos naturales como Chile e Indonesia, pero las estrategias que ambos han adoptado para aprovechar sus minerales no podrían ser más distintas. Mientras Indonesia ha implementado una política firme que prohíbe la exportación de concentrados de minerales sin procesar, obligando a las empresas a invertir en fundiciones locales, Chile sigue exportando más del 50% de su cobre en forma de concentrado, una práctica que, si bien sostiene su economía, revela una pasividad estatal alarmante y un desperdicio de oportunidades que clama por una revisión crítica.
En Indonesia, la ley de minería de 2009 y sus regulaciones posteriores reflejan una visión clara: Maximizar el beneficio económico de sus recursos mediante el procesamiento local. Esta política, impulsada con determinación bajo el liderazgo de Joko Widodo, ha transformado al país en un actor clave en la cadena de valor de minerales como el níquel y el cobre. El Estado indonesio no se ha limitado a legislar; ha usado su autoridad para doblegar a gigantes mineros como Freeport Indonesia, forzándolos a construir infraestructura de refinación dentro del país, generando empleos, fortaleciendo la industria aguas abajo y reteniendo una mayor porción de las ganancias. Sí, ha habido excepciones temporales -como los permisos de seis meses otorgados en 2025 por fuerza mayor-, pero estas son concesiones tácticas dentro de una estrategia firme: Indonesia se niega a ser un mero proveedor de materia prima barata, y su gobierno lo respalda con acción concreta.
Pero, ¿qué significa exactamente esta industria aguas abajo que Indonesia persigue con tanto ahínco? En términos simples, se refiere a las etapas posteriores de la cadena productiva, donde los minerales extraídos dejan de ser solo materia prima para convertirse en productos de mayor valor. En minería, esto incluye la fundición y refinación -transformar el concentrado de cobre en cátodos puros, por ejemplo- y, en un nivel más avanzado, la fabricación de bienes como cables, baterías o componentes electrónicos. Es la diferencia entre vender un saco de mineral molido y exportar un rollo de alambre de cobre o una batería para autos eléctricos. Desarrollar la industria aguas abajo implica más tecnología, más empleos y, sobre todo, más ingresos, porque cada paso agrega valor al producto final. Indonesia lo entendió y actuó; Chile, en cambio, parece resignado a mirar desde la orilla.
Porque Chile, atrapado en un modelo que prioriza el volumen sobre el valor, es un caso de inercia exasperante, y el Estado tiene una responsabilidad ineludible en este fracaso. Como el mayor productor de cobre del mundo, el país exportó en 2023 cerca de 5 millones de toneladas métricas, de las cuales más de la mitad salió como concentrado, un producto intermedio con bajo procesamiento. Esto significa que gran parte del trabajo aguas abajo -y con ello, los empleos, la tecnología y las ganancias asociadas- se realiza en países como China, Japón o Corea del Sur. En 2022, las exportaciones de cobre representaron el 52% del total de envíos chilenos, pero una porción significativa de ese valor se pierde por una decisión -o más bien, una falta de decisión- que el Estado chileno no ha sabido o no ha querido revertir.
El contraste con Indonesia es brutal. Mientras el gobierno indonesio impone reglas estrictas y negocia desde una posición de fuerza con las mineras extranjeras, el Estado chileno ha adoptado un rol pasivo, casi complaciente. Las empresas privadas, que controlan el 70% de la producción, dictan el ritmo, prefiriendo la rentabilidad inmediata de exportar concentrados antes que invertir en fundiciones, y el gobierno las deja hacer. Codelco, la estatal que aporta el 30% restante, está atada de manos por una crónica falta de inversión, resultado de décadas de desidia política que han dejado sus refinerías obsoletas y su capacidad limitada. Indonesia obliga a las empresas a construir plantas y las amenaza con cortarles las exportaciones; Chile, en cambio, parece conformarse con recaudar impuestos sobre un mineral a medio procesar, dejando que el verdadero negocio ocurra en otras latitudes.
Las implicancias de esta diferencia son profundas. En términos económicos, Indonesia está apostando por una industrialización que podría diversificar su economía y reducir su dependencia de las fluctuaciones del precio de las materias primas. Chile, con un Estado que no lidera ni innova, perpetúa un modelo donde el "sueldo de Chile" -como se llamó históricamente al cobre- se diluye en cada barco que zarpa con concentrado. Socialmente, la brecha es igual de escandalosa: en Indonesia, la exigencia de procesamiento local ha creado miles de empleos directos e indirectos, fortaleciendo comunidades cercanas a las zonas mineras gracias al desarrollo del "aguas abajo". En Chile, la exportación de concentrados limita la generación de trabajo en esas etapas de mayor valor, dejando a regiones como Antofagasta o Atacama con beneficios económicos que no se traducen en desarrollo sostenible. Peor aún, la dependencia de exportar mineral molido facilita prácticas como la subfacturación o la no declaración de metales preciosos asociados, un problema denunciado en el país que el Estado no ha enfrentado con seriedad, erosionando aún más los ingresos fiscales.
Estratégicamente, Indonesia se posiciona como un jugador indispensable en la transición energética global, controlando la oferta de níquel y otros minerales críticos procesados, con un gobierno que no teme usar su soberanía para imponer condiciones. Chile, a pesar de sus abundantes recursos de cobre y litio, corre el riesgo de quedarse rezagado por culpa de un Estado que no está a la altura de los tiempos. La demanda de cobre refinado para baterías, cables y tecnologías verdes seguirá creciendo, pero si el país no invierte en capacidad aguas abajo, otros se llevarán la mayor tajada del pastel, y el gobierno chileno no podrá culpar a nadie más que a sí mismo.
No se trata de romantizar el enfoque indonesio -que enfrenta críticas por su rigidez y los costos iniciales que impone a las empresas- ni de ignorar que el modelo chileno ha sostenido décadas de estabilidad económica. Pero la comparación expone una verdad incómoda: mientras Indonesia toma el control de su destino minero con un Estado proactivo, Chile se aferra a un sistema que lo condena a ser un eterno proveedor de insumos baratos, con un gobierno que prefiere la comodidad a la ambición. ¿Cuánto más podría ganar Chile si, como Indonesia, apostara por retener el valor de sus minerales? La respuesta exige voluntad política, inversión a largo plazo y un cambio radical en una industria -y un Estado- acostumbrados a la mediocridad. Mientras tanto, el cobre chileno sigue cruzando océanos en forma de polvo, y el "sueldo de Chile" se esfuma en manos de otros, con la complacencia de quienes deberían defenderlo.
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