Hay instantes donde la cotidianidad inmediata nos obliga a pensar en acontecimientos lejanos, amplios, mundiales, que parecen muy distantes a nuestra experiencia concreta. Pero si en estos días vamos de compra al supermercado, nos va a alarmar el fuerte incremento del precio del aceite de girasol. En una simple gota de ese aceite podríamos ver reflejadas todas las tensiones internacionales y los procesos de conflicto, guerra y disputa que atraviesa la humanidad en este momento.
Nuestro viaje parte en Rusia y Ucrania, países que concentran el 58% de las exportaciones mundiales de aceite de girasol. En 2020, las exportaciones de aceite de girasol de Ucrania representaron 40% de las exportaciones globales, mientras que las de Rusia fueron 18%. Con el inicio del conflicto armado, Kiev suspendió todas sus ventas externas de granos y Rusia aseguró que priorizará el consumo interno sobre las exportaciones.
Entre ambos países contendientes suman además el 29% de las exportaciones mundiales de trigo y el 19% de maíz. No es extraño que con tan alto porcentaje de las exportaciones de estos productos paralizadas su precio mundial se esté disparando de manera exponencial.
En España, la Asociación de Supermercados ha empezado a limitar la venta de aceite de girasol y semillas, en un rango que va desde cinco litros por cliente al día en algunas cadenas, hasta solo una botella por persona en otras. Esto revela que junto al incremento del precio del producto se comienza a generar en la sociedad un temor ante un posible desabastecimiento de aceite, lo que también contribuye a su encarecimiento. En ese país ya se empieza a señalar que el precio del aceite de girasol superará el precio del aceite de oliva, lo que es absolutamente irracional.
Pero el incremento de las materias primas ya era evidente antes del conflicto ruso-ucraniano. Desde 2020 se han evidenciado a nivel mundial fuertes aumentos en el precio de los cereales y oleaginosas, lo que ha conllevado un alza en los precios de toda la canasta alimentaria. Este proceso inflacionario se explica principalmente por factores climáticos, especialmente cambios meteorológicos que han llevado a la sequía en Sudamérica, Indonesia y otras regiones, lo que ha originado cosechas muy escuálidas, mientras se ha incrementado la demanda de alimentos en China e India. De esa manera, la guerra ha sido un detonante de crisis, dentro de una espiral de sucesos anteriores, cuyo efecto en cadena afecta el conjunto de estos precios mundiales.
La región del mundo donde más preocupa este fenómeno es África, importadora neta de trigo y aceite de girasol, donde la FAO pronostica hambruna, con el riesgo de nuevas crisis migratorias, guerras civiles y conflictos fronterizos, dado que ese continente sufre por una dura sequía en varias regiones. Vale la pena recordar que las "Primaveras Árabes" de 2010 comenzaron con protestas en Túnez por el incremento del precio del pan.
Como contrapartida, otros países exportadores de girasol y trigo, como Canadá, Australia y Estados Unidos, serán los beneficiados directos del aumento de la demanda a corto plazo. Lo mismo beneficiará a los productores de productos sustitutivos, como el aceite de colza, maíz, avellana, pepa de uva o de palma. Mientras en Argentina se lamentan por la sustitución de sus tradicionales cultivos de girasol por los de soja, que en este contexto resultan menos competitivos que este nuevo "oro líquido".
Las previsiones de la FAO proyectan para América Latina un aumento del precio del trigo en 8% y de los demás cereales en 21%. En ese escenario, 13 millones de latinoamericanos podrían sufrir hambruna y 267 millones de personas estarían en situación de inseguridad alimentaria moderada, agravada por el cambio climático, con su efecto en huracanes, sequías, y otros fenómenos emergentes.
En definitiva, en el valor de una gota de aceite se reflejan las contradicciones de todo el planeta, sacudido por retrocesos globales en materia de reducción del hambre, la pobreza y la desigualdad. Si bien durante las últimas décadas se experimentó una gran expansión de la producción de alimentos y la productividad agrícola sigue aumentando, fruto de la innovación tecnológica y la nueva ciencia aplicada a los alimentos, estos cambios no han sido suficientes para consolidar un contexto internacional que distribuya esa producción con justicia, seguridad y permita prever crisis globales como las que hoy nos amenazan.
La mayor producción de alimentos no estuvo asociada a la idea de soberanía alimentaria, fundamental para garantizar a los países el control sobre sus productos claves, de acuerdo con criterios económicos, sociales y ambientales.
Chile debe prever este escenario, ya que esta no será la última crisis y no podemos escapar de esta trampa mirando sólo a corto plazo. Es necesario promover un sistema agroalimentario sostenible, que garantice una dieta accesible y saludable a toda la población. Para ello es necesario recuperar el mundo rural, como espacio próspero e inclusivo, donde se practique una agricultura sostenible y resiliente, con nuevas normas constitucionales que regulen el acceso y el uso del agua. Y de cara a las urgencias, asumir el reto de apoyar al sistema agroalimentario para estar a la altura de un desafío de enorme impacto en la vida cotidiana de la ciudadanía.
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