En estos días, donde se discute acerca de un impuesto a los súper ricos y se cuestionan las políticas de ayuda en el contexto de la pandemia del Covid, poco se habla respecto a las ineficiencias del Estado, la captura de servicios por cazadores de renta y el modo en que eso afecta a los más pobres. Quizás por eso no se considera en el debate público, de forma seria, el implementar lo que sería la política social más revolucionaria del siglo XXI en Chile: Dirigir los recursos obtenidos de impuestos, no a burocracia estatal destinada a programas sociales u organismos de diverso tipo, sino directamente a las personas a través de un Impuesto Negativo al Ingreso.
Esto, sobre todo, porque la pandemia ha demostrado que la pobreza es más bien dinámica en Chile.
Generar transferencias directas del Estado, para subvencionar los ingresos de las personas que lo necesiten, reenfocando recursos destinados a programas sociales, se torna una política pública esencial que podría ayudar a disminuir la pobreza y los índices de desigualdad. Además, podría generar un alto incentivo para que las personas se inserten formalmente en el mercado del trabajo pues, a diferencia del ingreso básico universal, los impuestos se aplican antes de recibir el beneficio. En un contexto donde la automatización es un proceso en curso e inevitable y la natalidad es cada vez más baja una política mirando el siglo XXI se hace esencial.
Hoy existen cerca de 380 programas sociales, inorgánicos, incluso excluyentes, algunos mal evaluados según la Dirección de Presupuestos o peor aún, sin evaluación alguna. Esto, lamentablemente, en ciertos casos se traduce en el imperio del "pituto" y el amiguismo, haciendo ineficaces tales servicios y peor aún, vulnerando la dignidad de las personas, quienes se enfrentan a un aparataje lleno de formularios, mala atención y filas eternas.
Un impuesto negativo al ingreso otorgaría mayor autonomía a las personas para afrontar sus necesidades más básicas, sin depender de intermediarios, mandatos y trabas burocráticas. Es decir, las liberaría de las lógicas oligárquicas, corporativas y clientelares, de pequeña y gran escala, que a veces surgen en torno a altos costos de administración de servicios sociales. En otras palabras, un impuesto negativo al ingreso evitaría que algunos, bajo la excusa del asistencialismo, capturen a los pobres en su nombre.
¿Cómo sería la situación si en Chile estuviera implementado un impuesto negativo al ingreso?
Como se trata de en un subsidio que complementa los ingresos de quienes no alcanzan un cierto umbral, es muy probable que las personas que han visto mermados sus ingresos o han perdido sus empleos, seguirían recibiendo recursos, el subsidio, a través del Servicio de Impuestos Internos. Así, aun con los embates de la pandemia, podrían no solo disponer de recursos, sino también de invertirlos o reenfocarlos para afrontar el complejo escenario sanitario, económico y social. Todo mientras se busca empleo a medida que la situación sanitaria mejora. Así, en términos estrictos, el Impuesto Negativo al Ingreso es una especie de seguro permanente.
Si analizamos bien, el Impuesto Negativo al Ingreso no solo sería una política social más eficiente, sino que sería una medida revolucionaria desde una perspectiva de economía política al impedir que algunos se afanen en capturar recursos e instituciones del Estado mediante la creación compulsiva de programas y agencias ineficientes que, además, se traducen en más endeudamiento público a costa de los propios contribuyentes.
Más importante aún, como la gente estaría recibiendo un aporte para complementar o cubrir ingresos, no habría tanto incentivo para aumentar el gasto público de forma compulsiva con promesas extravagantes, ni para promover políticas irresponsables, cortoplacistas o abiertamente populistas. En otras palabras, los políticos no podrían hacer campaña a costa de las pensiones o los seguros de cesantía de la gente.
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