Bolivia atraviesa una crisis económica importante. Hay escasez de dólares, petróleo y el fantasma del desabastecimiento atraviesa diversas conversaciones cotidianas, lo que ha permeado directamente la elección presidencial que pronto se juega en una segunda vuelta. Hace poco visité el país y el tipo de cambio para un dólar oscilaba entre 5 y 16 bolivianos, dependiendo si es que el intercambio se realizaba en gabinetes oficiales o en la calle. En ciudades como La Paz y Cochabamba las filas para llenar el estanque de gasolina duraban entre tres y seis horas, cuando no más. La tensión social era imposible de soslayar, porque estaba ahí, en el ejercicio de todos los días.
La estrechez de circulación de dólares y el alto valor de la gasolina transforman una sociedad. Muchas veces las imágenes se graban en la vida social urbana, pero también aparecen en la ruralidad, como se puede apreciar en las decisiones que están tomando familias de comunidades que envuelven a Torotoro, territorio quechua ubicado entre Cochabamba y Potosí.
Conversando con un agricultor, me comentó que el precio de la gasolina ha limitado su capacidad de producción, porque ya no tiene cómo costear el uso del tractor para trabajar la tierra. El litro de combustible, que antes costaba entre 3 y 5 bolivianos, hoy lo compra entre 15 y 22 bolivianos, alcanzando a veces los 30. Entre arrendar la máquina, llenar el estanque y comprar los insumos, el capital disponible ya no le estaba cuadrando. La mecanización del campo es un fenómeno expandido en la región latinoamericana, son cada vez menos los que aran con bestias, por lo que un uso restringido de máquinas transforma las condiciones de producción.
Un joven quechua está innovando en su comunidad. Se encuentra desarrollando bioinsumos para fortalecer el crecimiento de las plantas y evitar plagas. Para desarrollar su producto necesita azufre, pero ya no le alcanza para comprar los sacos de 40 kilos que compraba en La Paz, así que tiene que comprar por kilo en Cochabamba. Producto del alza de los insumos y el costo del transporte, tuvo que detener su producción. Para poder continuar generando ingresos, su trabajo en el campo se vio suspendido porque comenzó a trabajar como jornalero en construcción en Cochabamba, en un complejo de viviendas sociales.
Un último ejemplo del impacto de la crisis en la ruralidad se aprecia en las decisiones que debe tomar una comunidad aislada que practica una agricultura de subsistencia, ubicada aproximadamente a 3.000 metros sobre el nivel del mar. Su fuente de acceso al agua proviene de una vertiente ubicada a varios kilómetros, a la que llegan por mangueras de distinto diámetro para darle presión. Producto del tiempo y la fuerza del último invierno, esas mangueras se terminaron de romper y no hay dinero para renovarlas. Esto ha implicado volver a capturar agua de la manera en que se hacía antes, en viajes de ida y vuelta a una quebrada cercana. En motocicleta ya no se puede ir, porque no hay dinero para la gasolina, entonces, se tiene que ir en burro. Esto toma aproximadamente cuatro horas, por lo que el agua que se almacena en tanques de ferrocemento se está destinando para beber, cocinar y regar las hortalizas de traspatio, que son para comer. Afuera queda el riego de otros cultivos, esos se perdieron, e incluso el aseo personal, porque ninguna gota se puede desperdiciar.
Menos producción, menos venta y menos ingresos, pero también menos autoconsumo. Una decisión empuja a la otra, y se entra en un círculo que agobia a las personas, afecta su seguridad alimentaria, genera cambios en su cotidiano y va limitando sus capacidades de adaptación a las transformaciones. En estos escenarios, desde afuera, impera la narrativa de la resiliencia, pero ¿hasta qué punto se puede ser resiliente? La pauperización de la vida campesina también tiene límites. Esperemos que este tema no pase desapercibido en el próximo gobierno ni en ninguno de la región, porque la vulnerabilidad de la vida campesina es una realidad presente en los países latinoamericanos.
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