Becas

Chile es un país fundamentalista. Lo es en el sentido de que cualquier consigna puede convertirse en dogma. Hace doce años, Ricardo Lagos Escobar proclamó que “no hay ninguna razón para no tener mil becas de doctorado el año 2010”. Con ese número estábamos en el umbral del desarrollo. Desconozco cuantos nuevos doctores llevamos. No se advierte en el país mayor igualdad ni mayor valor agregado en sus producciones ni el desarrollo de una vida cívica que puedan evidenciar la frustrada promesa de nuestra ilustración. Tal vez sean procesos de más largo aliento, no me cierro a esa alternativa.

No niego que en la actualidad hay más ciencia de la que había y más científicos con el grado de doctor que contribuyen a incrementar el caudal de conocimientos a nivel nacional y global.  Nada de esto puede ser desmentido. Tampoco niego, ni puedo negar, el trabajo de Becas Chile, su transparencia y la laboriosidad de quienes allí trabajan. Lo que está en juego, en realidad, es el espíritu que inspiró la consigna que orienta nuestros procesos de formación superior.

Hay otras constataciones simples que merecían reflexión y análisis. Algunas tan básicas como suponer que los procesos de expansión y renovación de las universidades e instituciones de educación superior son bastante más lentos que la formación de nuevos graduados en el nivel de pos grado. Y ello, a pesar de los esfuerzos desplegados por Conicyt, a través de su Programa de Atracción de Investigadores, genera un remanente de personas altamente calificadas sin claridad con respecto a sus posibilidades de trabajo.

Otras constataciones – de carácter testimonial - son más complejas y requieren de evidencias que van más allá de mis posibilidades de acopiarlas (de modo que cualquier desmentido a las opiniones que sigan son bienvenidas). Hay por lo menos tres que me preocupan de manera especial.

La primera tiene que ver con el origen social de los beneficiarios, la segunda con la capitalización interna de la inversión pública en este campo y el tercero con la destino de los recursos públicos para este fin.

Cuando me ha tocado evaluar postulaciones a becas no he sido clarividente al reconocer a las y los futuros beneficiarios: la mayor probabilidad es que la capitalicen estudiantes que provienen de colegios de pago, que hablen dos o más idiomas, que han viajado a otros lugares del mundo, que han estudiado en las universidad de Chile o Católica, y que dentro de esas universidades han tenido oportunidades de desarrollo académico (ayudantías, participación en proyectos de investigación, asistencia a congresos y publicaciones), amén de aquellos que, de no mediar beca, cuentan con recursos propios para estudiar fuera del país.

Los que con toda probabilidad no sean beneficiados son quienes provienen de escuelas municipales y universidades regionales, quienes han tenido que repartir pizzas para poder sobrevivir y cuyos estilos y características personales no siempre encuentran eco en los códigos sociales que regulan el acceso a los beneficios académicos (salvo, obviamente, excepciones). Este es un problema que no va a resolver Becas Chile, aún cuando se asignan puntajes diferenciales que favorecen a estudiantes provenientes del medio municipal. El favor, claramente, no alcanza a torcer la tendencia.

Así como el sistema de becas Chile está constreñido por la estructura social clasista de nuestro país, sus beneficios en términos de académicos altamente calificados para su integración a la educación superior se concentra – con algunas notables excepciones (UACh, por ejemplo) en las universidades de nuestra criolla Liga de las Enredaderas, o Yvy League como el esnobismo local prefiere llamar a ese grupo de universidades de elite de la costa este de los Estados Unidos League; no confundir – o tal vez sí – con poison ivy.

El sistema se vuelve autoalimentado. Las universidades de las elites gradúan y contratan a personas de excelencia que les permiten seguir haciéndolo con cada vez mayor eficiencia, más recursos para investigación, mejores salarios, más producción y generando, como efecto, una aún mayor concentración del poder académico.

En sí, este efecto no debiera ser en sí nocivo pero dadas, otra vez, las características del país, podría predecirse una mayor desigualdad no solo en los sistemas de acceso y distribución del conocimiento sino que también de las condiciones para su creación y de sus contenidos específicos, lo que me lleva a la otra preocupación.

El sistema nacional de becas privilegia como universidades de destino aquellas que menciona, entre otros, la clasificación (o ranking) de la Universidad de Shangai. Esta clasificación se basa en el número e impacto de la publicaciones indizadas por empresas como Thomson y Reuters y Elsevier, galardones recibidos por sus académicos (ojalá premios Nobel), además de las características de sus programas y número de estudiantes.

La mayor parte de las universidades rankeadas son de habla inglesa y nada asegura que el tipo y conocimientos que ellas desarrollan sean parejos en todas las áreas ni que éstos pertinentes a todos los escenarios en que se aplican. Un gran desarrollo en química no asegura la excelencia de esa misma universidad en humanidades, por ejemplo, y un conocimiento avanzado en investigación del cáncer  probablemente poco contribuya al abordaje de patologías propias del medio rural en países en desarrollo, consideraciones que se hacen al evaluar las postulaciones pero que, en última instancia, quedan circunscritas a los puntajes que otorga Shangai. 

Por otra parte, por muy rankeadas que las universidades sean no son distintas en términos de sus sistemas de captación de recursos, especialmente sin son frescos y no suponen compromisos adicionales.

Doy fe que muchas postulaciones han sido aceptadas por universidades serias (esto es, rankeadas) que, más que interesadas en los y las estudiantes, lo están en los recursos que traen consigo que, en este caso, provenien del erario nacional.

De lo anterior se desprenden dos importantes consecuencias. La primera, de carácter más bien pecuniaria, es que los recursos financieros nacionales que, por poco que representen, terminan fortaleciendo a las instituciones a las que se destinan. La segunda, tal vez de más largo alcance, tiene que ver con el estilo de desarrollo científico que se promueve en el país.

En un número no despreciable de casos la producción científica se transforma en la prolongación de los intereses y preocupaciones de los investigadores del Primer Mundo. Los papers pasan a ser la continuación de un ejercicio académico que posiciona a muchas universidades en calidad de extensiones (.ext) de lo que corresponde hacer a la luz de las prioridades que desde el centro se establecen.

Aunque válido como ejercicio científico, nuevas formas de colonialismo germinan en los laboratorios y en los proyectos de investigación, convirtiéndose nuestros becarios en intermediarios de las voces autorizadas de los centros dominantes de la escena científica global, en los profetas del conocimiento legítimo. Y, en nuestra condición de patria fundamentalista, pasamos de culto en culto, dependiendo de las modas intelectuales de la época.

El acceso al sistema avanzado de formación científica se integra a un sistema universitario cuya naturaleza ha sido transformada por la mercantilización de su propia producción; Scopus cobra por sus bases de datos hasta US$120.000 por año, mientras WOS cobra US$100.000 al año al grueso de su usuarios: las instituciones más complejas del sistema educacional a nivel mundial.

Los reconocimientos académicos, los niveles salariales, los subsidios a la educación y los incentivos se rigen de acuerdo a las normas que emanan de este gran Monopoly las que aspiran a jugar la gran mayoría de los científicos del mundo.

No es de extrañar pues que, en muchas partes, la academia se ha transformado en una jauría, dominada por carteles que ejercen el control sobre la circulación del conocimiento; por ejemplo, el artículo que “la lleva” cuenta a 5154 autores: “Combined Measurement of the Higgs Boson Mass”.  Y las y los investigadores jóvenes quedan, en estos escenarios, a merced de la dura competencia entre sí para encontrar empleo y luego para mejor servir a los conglomerados a los que logran adherir.

El concepto mismo de universidad que se sedimenta en estas condiciones muta su naturaleza. La industria de los papers viene a reemplazar a la más anacrónica e ingenua noción de una universidad que avanza en la búsqueda de la verdad o, más distante aún, de esta conciencia crítica de la sociedad, como alguna vez se la denominó. El obrero intelectual llamado a construir una sociedad mejor, según lo concibiera Alberto Hurtado,  es removido de sus fueros por el tecnócrata que aprendió a usar un martillo para golpear todo tipo de objetos (e ideas). Huelga decir que en esta industria se desprecia la docencia y la extensión.

No puedo olvidar la historia de Los Bonobos con Gafas, de Adela Turín, que, al volver de Belfast, lo hacían “cada uno con un par de gafas y una maleta negra”. Instalados en el árbol más alto, “se pasaron un día entero gritando palabras rarísimas que nadie sabía ni entendía: ‘Full! Stop! Ring! Black!’”. Pero las bonobas, aburridas del triste espectáculo de sus compañeros, decidieron “hacer solo aquellas cosas que les gustaban de verdad”. Y el bosque que habitaban se volvió hermoso y agradable, lleno de música y aromas, tanto que algunos bonobos pidieron que les dejaran quedarse allí.  “Pero sobre esto nada se sabe con certeza: esta historia ocurrió hace tantos, tantísimos años”.

Está claro que los hitos estructurantes del sistema mundial del conocimiento no van a cambiar y que son las tarjetas con las que hay que jugar: “Estación Central”, “Maturana”, “Incendio en su mejor barrio”, “Va a la cárcel, pierde una jugada”, “Ganó la lotería”, “le publicaron en Science”). Pero algo se puede hacer.

En lo inmediato pienso que el sistema nacional de becas debiera avanzar en algunas de las siguientes líneas que, por lo demás, han recorrido algunas universidades. El primero de estos pasos es incrementar el número de becas nacionales para programas de Magíster y Doctorado. Pero también es necesario atraer estudiantes latinoamericanos y disponer de recursos adicionales, o los mismos pero distribuidos de otra manera,  para promover la formación avanzada de grupos que habitualmente son excluidos: mujeres de menores ingresos, estudiantes de sectores populares, estudiantes indígenas, etcétera).

Lo segundo que pienso que es viable fortalecer la cooperación internacional de un modo no erosivo para el país. Ello se logra financiando becarios en instituciones que tienen programas integrados con universidades extranjeras, de modo que la inversión puede fortalecer a las nacionales, facilitando simultáneamente la ampliación de sus plazas en términos efectivos.

Un ejemplo interesante en Chile es la cooperación que tienen la Universidad de Chile y la Pontificia Universidad Católica a través de su Doctorado en Piscoterapia con Universidad de Heidelberg, Universidad Libre de Berlin y Neubrandenburg University of Applied Sciences.

Los intercambios académicos, por otra parte, en un alto porcentaje favorecen a estudiantes de clases medias acomodadas y blancos, en el caso de los Estados Unidos. Los sistemas de becas pueden promover otras modalidades que se abran al intercambio para fines de estudios doctorales a universidades e instituciones de educación superior que en países como la India, México, Sudáfrica, Brasil y otras cuyas realidades históricas en términos del posicionamiento global no son muy diferentes a las nuestras.

Anticipando la crítica que se puede formular a todo mi argumento,“Quiebra. Devuelva todo su dinero al Banco”, a saber, populismo, respondo que es probable que hayan otras verdades en el barrio, más allá de los confines del WOS o de Scopus.

Es preciso, por otra parte, fortalecer a las universidades locales que, por falta de recursos no siempre responden de manera  equivalente a las propuestas de intercambio académico que universidades internacionales les plantean.

Al Colegio Tecnológico de Virginia (Virginia Tech) no le ha resultado fácil generar un programa de integración con universidades chilenas que parte desde el pregrado. Mala voluntad no habido, sólo la falta de presupuestos para solventar las cargas que suponen estas cooperaciones.

La Red de Universidades Jesuitas, el Grupo de Montevideo, la Clacso y un sin número de redes de cooperación latinoamericanas y mundiales abren espacios para promover formas no erosivas de calificación de investigadores e investigadoras jóvenes.

Las posibilidades no son pocas pero la idea de tala rasa, el dogma que lleva a pensar que una sola es la jugada maestra es lo que puede volverse adversario a los propios fines que se proclaman.

La pluralización, la búsqueda de alternativas, la innovación en los procesos de selección y adjudicación de los recursos públicos nos permiten expandir la sospecha según la cual algo hay entre nosotros que bien podamos descubrir.

No en vano nuestros únicos premios Nobel no salieron de las universidades, ni se publicaron en revistas indizadas, ni fueron fruto de un sistema de becas públicas.  Son parte más bien de lo que nuestro esnobismo académico prefiere ignorar.

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