En la discusión sobre el desarrollo de la educación y capacitación a lo largo de la vida, hay un sector sistemáticamente invisibilizado: el estudiante-adulto-trabajador. Me refiero a aquellas personas que, tras años de experiencia laboral (o de realizar labores no remuneradas), desea aprender más, reconvertirse o perfeccionar su oficio en búsqueda de su progreso y vigencia laboral, pero que se encuentra con un sistema que no le ofrece caminos claros ni asequibles, invisibilizando sus necesidades en todo el más amplio espectro de la palabra.
En el Chile de 1990, sólo el 8% de los estudiantes de la educación superior técnico profesional (ESTP) era mayor de 24 años; para 2016 ese porcentaje ya llegaba a 29%, y en 2021 esa cifra ascendió a 48%. Hoy, cerca de la mitad de nuestros estudiantes es mayor de 24 y más del 20% supera los 40 años.
Sumemos a esto la estructura de nuestra fuerza de trabajo: de los 10 millones de personas que la conforman, 54% no cuenta con formación terciaria (12% tiene solo educación básica y 42% tiene educación media). En un mercado laboral cada vez más tecnologizado, un número importante de trabajadores no tiene más herramientas que las con las que con mayor o menor fortuna, lograron familiarizarse en su etapa escolar.
Por otro lado, según información de la OCDE respecto de la población total de Chile, en el segmento de 25 a 64 años, el 68% de las personas tiene educación media completa, lo que significa que alrededor de 3,5 millones de personas adultas en edad productiva no la tienen. Esto es un panorama muy distinto al que normalmente nos imaginamos, con una clara problemática de informalidad laboral y una oportunidad enorme en la educación de adultos.
Hoy, la principal herramienta estatal en materia de apoyo a la formación de adultos trabajadores es el Servicio Nacional de Capacitación y Empleo (Sence), que no financia carreras, sino programas de capacitación, y lo hace a través de las empresas. Sin restarle valor a esta alternativa, las oportunidades de capacitación que entrega dependen de la voluntad, las prioridades y los recursos del empleador, y por lo tanto, quedan fuera quienes trabajan por cuenta propia, en la informalidad o en sectores con baja inversión en formación. Y aunque es una herramienta muy valiosa para las empresas, no permite a los adultos trabajadores gestionar su propio desarrollo profesional, de manera autónoma.
Por otro lado, la mayoría de las políticas públicas en este ámbito están diseñadas para los jóvenes recién egresados de enseñanza media. Esto no significa que los estudiantes adultos no puedan hacer uso de ellas, pero cuando la entrega de una beca a un estudiante de 30 años se condiciona al resultado de notas de la enseñanza media, hay algo que no cuadra. Se refuerza así la noción errada de que la formación se concentra en los primeros años de la vida laboral, como si después ya no hubiera nada que aprender.
El CAE ha sido tal vez el instrumento que más ha aportado a la formación de estudiantes trabajadores, que suelen preferir formatos más flexibles. Pero curiosamente, a los programas online, que representan un avance significativo en la democratización del acceso a la formación, se le escatima cualquier apoyo estatal: no cuentan con becas y ahora, el proyecto del FES los deja explícitamente fuera de su alcance cuando actualmente el CAE sí los financia.
La educación técnico profesional es probablemente la mejor opción para la formación del adulto trabajador, que cuenta con un bagaje formativo y experiencial de valor y que demanda el reconocimiento de aprendizajes previos. Los IP y CFT son un buen camino para implementar y potenciar la reconversión laboral en un mercado del trabajo donde los mayores van en aumento por las bajas tasas de natalidad y el envejecimiento de la población. Pensemos que si empezamos a trabajar a los 25, a los 40 años no hemos recorrido ni la mitad del camino laboral que se espera que completemos.
Por eso, vale la pena pensar cómo apoyar la formación de adultos, cómo desarrollar herramientas que permitan a las personas reinsertarse, reconvertirse o especializarse sin depender de la intermediación de un empleador. Cada año vemos a hombres y mujeres que, con esfuerzo y perseverancia, vuelven a las aulas para reinventarse, rascándose con sus propias uñas. A ellos debemos abrirles más y mejores oportunidades para gestionar su futuro, para cambiar de carrera cuando el campo laboral se deteriora, para especializarse o actualizarse. Esto es hoy una apuesta estratégica por una economía más inclusiva, más dinámica, más humana, pero también es pragmatismo puro y duro.
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