Educación, fútbol y la anomia chilena

En Chile, los estadios ya no son solo espacios de deporte, y se han convertido en escenarios de violencia ritualizada, síntoma de una sociedad que ha perdido el rumbo en términos de convivencia y ciudadanía. Los episodios recientes -desde el partido Colo Colo versus Fortaleza en la Copa Libertadores, en abril del presente año, hasta lo ocurrido recientemente con hinchas de la U. de Chile en Avellaneda- revelan un patrón que ya se hace costumbre: la agresión irracional se ha normalizado como parte del entretenimiento, y peor aún, como un mecanismo de identidad juvenil y adulta.

Pero estos hechos no surgen de la nada. La violencia en los estadios es la punta visible de una lanza mucho más profunda: una crisis de socialización ética y cívica que comienza en la escuela. La evidencia académica muestra que las conductas violentas en espacios deportivos suelen estar precedidas por patrones de socialización donde la agresión se aprende y se celebra como símbolo de pertenencia grupal. Las barras bravas, por ejemplo, operan como micro-comunidades con reglas propias, donde la jerarquía se obtiene mediante la intimidación, la transgresión y la violencia. Este aprendizaje paralelo contrasta con los escasos espacios de desarrollo de ciudadanía y resolución de conflictos en los colegios chilenos. Esta cuestión resulta paradójica, si consideramos que la emergencia de las barras de fútbol era de índole juvenil-estudiantil, con un objetivo de aglutinar a miles de jóvenes que en muchos casos no poseían algún tipo de reconocimiento.

La triada escuela-fútbol-violencia ilustra, además, la degradación social y la anomia que vivimos: un Estado de normas difusas, donde la ética y la legalidad son relativas dependiendo quién eres y la cohesión social se resquebraja. La sociología clásica ya señalaba que la anomia aparece cuando los individuos pierden referencias claras sobre lo que está permitido y lo que se espera socialmente. En esta línea, la anomia, la agresión y la degradación no son inevitables. Son el resultado de lo que hemos "tolerado" y de lo que hemos dejado de enseñar. En Chile, la impunidad relativa en episodios de violencia en los estadios, sumada a la tolerancia institucional hacia ciertas conductas de las barras y de la policía, refuerza la idea de que la transgresión puede ser más rentable simbólicamente que la cooperación. Mientras los jóvenes aprenden que el reconocimiento se obtiene mediante la agresión, no mediante la empatía o el diálogo, la escuela fracasa en su rol formativo.

La responsabilidad del Estado es directa y no se limita a la prevención policial: se trata de un Estado Docente, que educa no solo con contenidos, sino también con prácticas, hábitos y normas de convivencia, y que por otro lado combate las asociaciones ilícitas que se esconden tras miles de hinchas de buen comportamiento. La ausencia de políticas educativas integrales, donde la formación ética, la resolución de conflictos y la ciudadanía activa sean centrales, alimenta una cultura de agresión que se manifiesta en los estadios. La violencia de las barras bravas chilenas, en este sentido, es una metáfora de la violencia estructural de la sociedad: desigualdad, segregación social y desinterés por la formación de ciudadanos responsables.

Si el fútbol es "reflejo" de la sociedad, los estadios chilenos nos muestran lo que nuestra educación no ha podido transformar. ¿Qué significa para un país que el ritual de la identidad colectiva se construya sobre el miedo y la agresión, y no sobre la cooperación y el respeto mutuo? ¿Qué mensaje recibe un niño que observa cómo la fuerza física, y no la palabra, define el poder y la autoridad? La escuela, si no interviene, se convierte en cómplice silenciosa de esta cultura. Chile tiene la oportunidad de replantear su Estado Docente y recuperar la escuela y los espacios de ocio como espacios de humanización. Solo entonces los estadios dejarán de ser campos de disputa y guerra simbólica, para volver a ser espacios de encuentro y celebración colectiva.

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