El análisis de los cuestionarios y las pruebas PISA 2018 arrojó importantes brechas de género en torno al riesgo y el miedo al fracaso. En promedio, las adolescentes reportan sentir miedo a fallar con mayor frecuencia que sus pares hombres, y gusto por la competitividad con menor frecuencia que ellos. En particular, el 64% de las jóvenes reportaron que esa posibilidad les hace dudar de sus planes para el futuro, y el 62% manifestó que el fracaso les hace sentir miedo de no tener suficiente talento. Por el contrario, solo el 46 % de los jóvenes estuvieron de acuerdo con cada una de las dos afirmaciones.
Sentir miedo al fracaso es normal, pero permitir que éste paralice puede tener severas consecuencias. Casi ningún proyecto se emprende con la certeza de que será exitoso. La familia y la escuela tienen un rol clave en el modo en que los niños y adolescentes se enfrentan esta posibilidad.
Existen al menos tres maneras de ayudar a nuestros estudiantes a entablar una sana relación con el fracaso y la frustración que el produce. La primera consiste en modelar con anécdotas propias o de otros.
Por ejemplo, un profesor de música podría contar a sus estudiantes de ese concierto en el que confundió las notas, o un docente de matemáticas podrá hablar de cuando reprobó geometría en la universidad. También podrán tener conversaciones sobre los manuscritos que le rechazaron a Isabel Allende antes de publicar sus libros o cómo María Teresa Ruiz, Premio Nacional de Ciencias Exactas, cuenta que sus compañeros de doctorado no querían trabajar con ella porque era mujer. El mensaje es más o menos éste, todos sentimos miedo a fracasar porque fracasar duele, pero es necesario tomar riesgos para lograr los proyectos con los que soñamos.
La segunda manera de educar en el valor del fracaso es brindar oportunidades para que los estudiantes reflexionen a partir de sus fracasos.
¿Se le olvidó el poema que iba a recitar?, ¿No obtuvo la nota que esperaba en la prueba?, ¿No ganó el concurso de cuentos?
Los profesores pueden acompañar al estudiante en la frustración, y enseguida promover el aprendizaje a partir de esas experiencias. “Es difícil cuando las cosas no salen como queríamos, pero la verdad es que casi todas las cosas que valen la pena requieren de más de un intento. ¿Qué podrías hacer diferente la próxima vez para que el resultado sea un poco mejor?” Incluso los estudiantes a quienes todo parece salirles bien merecen desafíos que les permitan experimentar el fracaso.
La tercera manera es ajustar el modo de elogiar y evaluar a los estudiantes. Los profesores que solo celebran resultados (“qué buena respuesta”, “felicitaciones por sacarse un 7”) mandan implícitamente un mensaje a favor de productos, ignorando los procesos (“veo que lo estás intentando de nuevo”, “no importa tanto encontrar la respuesta rápido, lo importante es trabajar en encontrar la respuesta”, “qué interesante esa pregunta”).
Los elogios por resultados son tan miopes como celebrar un gol sin considerar los pases que condujeron a él. Las escuelas que valoran los procesos son también estratégicas en su diseño de evaluaciones. Por ejemplo, en ellas se prioriza la creación y revisión de borradores, se valoran los proyectos en portafolios de varias entregas, y se evita alimentar la ilusión de que los resultados esperados se consiguen en el primer intento.
Para aprovechar el potencial de todos nuestros estudiantes, necesitamos familias y escuelas que fomenten el gusto por los desafíos y la resiliencia.
De ello depende no solo el potencial de cada uno de ellos -especialmente el de nuestras estudiantes mujeres -, sino también el futuro de nuestra sociedad que necesita que muchas más niñas pierdan el miedo a arriesgarse.
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