La semana pasada un joven de 17 años se suicidó. Un joven que era querido por sus padres y hermanos, que estudiaba en un colegio de clase alta desde los 3 años, que practicaba hace diez años un deporte de manera sistemática, que tenía buenas notas. Que era algo inhibido, que es probable que tuviera problemas emocionales previos, que era frágil como muchos adolescentes que llenan las aulas de las escuelas de nuestro país.
Este hecho es una pérdida triste, como la de cualquier joven que se pierde en las oscuridades de su alma, con la sensación de que no existe salida. Triste porque de pronto este joven deja de estar entre nosotros y se despide con un grito inaudible.
Es triste también porque esta muerte viene a recordarnos a cientos de otros jóvenes que se suman en las frías y alarmantes cifras de suicidio adolescente en nuestro país, el segundo del mundo con este problema.
Cómo llega a suceder que un joven tome esta determinación, es una pregunta que las disciplinas y profesiones de la salud mental han intentado responder a lo largo del tiempo. Sin embargo, hay en este caso particular, un elemento que nos recuerda otra dimensión de una muerte tan brutal.
Porque cuando uno se detiene a mirar la procesión de jóvenes, familiares y padres miembros de una comunidad educativa, llenando los pasillos de una Iglesia cualquiera, despidiéndose de este joven con la mayor de las tristezas, no puede dejar de pensar en eso que ya a fines del siglo XIX, señalaba Durkheim, el suicidio es también un “hecho social”.
Un hecho que está inscrito en la red de relaciones sociales en las que ese individuo se ha desarrollado y se ha constituido, un hecho que interpela las posibilidades de vida que ofrece una sociedad y nos hace preguntarnos por nuestros horizontes de sentido. Y es que más allá de las condiciones individuales y psicológicas de este joven, lo que ha visibilizado esta muerte en algunos sectores de nuestra sociedad, es el trato que su propia comunidad educativa le dio.
Lo que pasa al interior de los colegios particulares de nuestro país suele quedar en la mayor de las impunidades. Es lo que se ha defendido. Que los colegios particulares tienen el derecho de seleccionar a sus estudiantes, de expulsarlos, de exigirles rendimientos superiores, de adoctrinarlos en religiones, entre otras cosas, sin necesidad de justificar ninguna estas acciones frente a la sociedad.
Días antes de que este joven decidiera terminar con su vida, el colegio decide, frente al descubrimiento de que porta marihuana, llamar a carabineros, informar a toda la comunidad, convertir su experiencia en un caso ejemplificador.
Lo hace porque existe un protocolo, según señalan y porque la ley de responsabilidad adolescente ampara esta falta. Lo hace porque en esos días la PDI había dado una charla sobre la responsabilidad penal de los jóvenes. Lo hace porque puede hacerlo. Porque se lo hemos permitido como sociedad.
Esto aun cuando el ministerio de Educación de Chile señala en sus Orientaciones para la revisión de los Reglamentos de Convivencia Escolar que las normas deben ante todo ser coherentes con los derechos de los niños y niñas, que deben orientarse por un debido proceso, pero en especial que deben tomar en consideración “la personalidad e historia de cada quien” evitando medidas “excesivamente rígidas”. Señala el MINEDUC que las normas deben tener un carácter formativo y no punitivo.
La pregunta evidente, no es si el colegio es culpable o no del suicidio de uno de sus miembros - la vida es muy compleja para este tipo de simplificaciones - sino si un lugar de formación de niños, niñas y jóvenes puede comportarse de cualquier forma para resolver un conflicto al interior de sus recintos.
Si se puede actuar con un estudiante sin asumir la responsabilidad relacional que implica la relación educativa, si pueden los colegios ampararse en normas internas y no en fundamentos formativos y educativos que estén en consonancia con una noción de sujeto integral.
Ser menor de edad en Chile hace tiempo que es un riesgo. Ya sea en manos de privados en centros del Sename o en las aulas de los colegios más caros de nuestro país, lo que queda claro es que como sociedad no hemos sido capaces de considerar como bien público la protección de los niños, niñas y adolescentes.
Ellos se merecen una valoración social del más alto estándar y no quedar simplemente sometidos a los intereses de privados. El suicidio es un hecho social, qué duda cabe, y es hora de hacernos responsables.
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