"Si parece un pato, nada como un pato y grazna como un pato, probablemente sea un pato". La frase vale también para la educación superior chilena. Se insiste en que no es un mercado, pero todo lo que se hace apunta en esa dirección. El reciente "Estudio de Mercado sobre Educación Superior" de la Fiscalía Nacional Económica (FNE) confirma lo evidente: el sistema se analiza, regula, justifica y discute, cada vez más, como un campo de competencia: instituciones de educación superior como oferentes, estudiantes como consumidores y el Estado como regulador.
El informe describe la educación en los mismos términos que un mercado de bienes: fallas, asimetrías de información, incentivos, asignaciones eficientes. No habla de formación ni de conocimiento, sino de productividad, rentabilidad y empleabilidad. Y aunque parezca una descripción técnica, es en realidad una toma de posición: una visión que traduce un fenómeno social, cultural y político a una semántica económica. Una que abandona la pregunta por qué significa educar, por suponerla, y la reemplaza por cuánto produce económicamente hacerlo.
Aceptar esas premisas como definitivas es, por cierto, ya haber perdido la discusión. La educación superior no es, ni puede ser, un mercado. Los mercados suponen intercambios entre equivalentes, mientras que la educación es una relación radicalmente desigual, fundada en la legítima ignorancia: uno enseña porque otro no sabe, y ambos aprenden en la medida en que esa asimetría se reconoce. Precisamente por lo anterior, la educación presenta retos constantes para su tecnificación. No hay precios que midan esa experiencia, ni competencia que pueda hacerle justicia, pues la educación, entendida como formación, no persigue eficiencia, sino comprensión. Tratarla como mercancía equivale entonces a negar su propia lógica pedagógica interna.
Por otro lado, si llevamos esta mirada económica a su extremo, el resultado es igualmente sorprendente. Un estudiante que elige carrera como quien elige un fondo de inversión. Una universidad que mide su éxito por los ingresos de sus egresados. Un profesor que optimiza su docencia para cumplir indicadores. Todo encaja, pero solo porque esa forma de observación expulsa lo que no encaja: el pensamiento crítico, la duda, la curiosidad, el error. Y así, bajo la apariencia de racionalidad, se impone una forma de exclusión perfectamente administrada.
En este sentido, el problema no es la eficiencia, esencial para toda organización, sino el empobrecimiento del sentido. El valor de la educación superior es superior a su valor económico. Aprender es exponerse a lo incierto, descubrir la lentitud del pensamiento y reconocer la alteridad, incluso en uno mismo. Ninguno de esos procesos puede traducirse en tasas de retorno ni en indicadores de empleabilidad. Pero el régimen de evaluación económica no soporta lo incuantificable: lo elimina. Y con ello, elimina la posibilidad misma de educarse como experiencia clave de subjetivación.
Dentro de todo, quizá, el principal valor del informe no resida solo en su contenido, sino en lo que permite observar. Opera como una especie de prueba: si todavía somos capaces de advertir que algo se pierde cuando la educación se traduce al lenguaje del mercado, entonces tal vez la educación superior aún no sea, después de todo, un mercado, ni los docentes simples oferentes de un servicio, ni los estudiantes meros consumidores. Si, en cambio, la gramática económica del texto se acepta como natural, entonces el proceso de conversión está ya más avanzado. En ese caso, el estudio vale también como provocación: nos obliga a preguntarnos qué queda de la educación superior chilena cuando incluso su defensa debe formularse en los términos que la transformaron ya en una mercancía.
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