Innovar sin perder el corazón de la educación

En los últimos años, la palabra innovación se ha convertido en un mantra en el mundo educativo. Universidades, colegios, organismos públicos y privados promueven sin descanso la necesidad de innovar. Se nos invita a transformar metodologías, incorporar tecnologías, digitalizar procesos y preparar a las y los estudiantes para escenarios cada vez más cambiantes. Sin embargo, en medio de este entusiasmo, muchas veces olvidamos algo fundamental: la innovación sin ética ni humanidad corre el riesgo de vaciar la educación de su verdadero sentido.

La educación es, ante todo, un espacio de encuentro humano. Allí se construyen vínculos, se forjan valores y se aprende a convivir en comunidad. Cuando la innovación se plantea como fin en sí misma -desconectada de la ética y del cuidado de las personas-, se corre el peligro de reducir al profesorado, docentes y estudiantes a simples piezas de un engranaje tecnocrático. No se trata de negar los aportes de la tecnología o de las nuevas metodologías; se trata de preguntarnos: ¿innovamos para qué y para quiénes?

Necesitamos avanzar hacia un modelo distinto: la innovación con ética y humanidad. Este enfoque nos permite aprovechar las oportunidades de las nuevas metodologías y herramientas digitales, pero siempre con el corazón puesto en formar seres humanos completos, críticos, empáticos y comprometidos con su comunidad. Innovar sin perder de vista la dignidad de cada persona, ni el horizonte de justicia social que debe guiar a toda educación pública.

Este planteamiento no constituye solo una aspiración personal: tiene un respaldo teórico y práctico reciente. Balarin & Milligan (2024) sostienen que la educación debe concebirse como un acto de justicia epistémica, reconociendo los saberes y experiencias de estudiantes que históricamente han sido marginados. En esa línea, innovar implica ampliar sus recursos y oportunidades para que sean protagonistas de futuros más justos.

Lo mismo ocurre con la irrupción de la inteligencia artificial (IA) en las aulas. Sharples (2023) advierte que los sistemas de IA educativa deben diseñarse con un carácter social y ético, al servicio de la creatividad y el acompañamiento humano, nunca en reemplazo del profesorado y la docencia. Complementariamente, un estudio con jóvenes universitarios de Perú y Chile mostró que, para confiar en estas tecnologías, los estudiantes reclaman marcos claros de integridad académica y formación ética en competencias digitales (García-Holgado et al., 2024). El mensaje es claro: la tecnología educativa puede ser una oportunidad, pero solo si está acompañada de responsabilidad y cuidado.

Ahora bien, en el ámbito de la docencia, la evidencia también es contundente. Chilton et al. (2024), demostraron que el profesorado que participa en comunidades de aprendizaje interdisciplinarias logra integrar la ética de manera más efectiva en sus clases, vinculándola con la práctica profesional y cívica. Esto confirma que la ética no debe ser un tema periférico, sino transversal a toda formación. Por otro lado, McGrath et al. (2024), identifican que las principales barreras para la innovación pedagógica en educación superior no son técnicas, sino culturales: residen en las resistencias institucionales, en la falta de acompañamiento y en la tensión entre tradición e inclusión. Allí donde las universidades han logrado avanzar, lo han hecho articulando innovación con valores de equidad, bienestar y sentido humano.

En consecuencia, el futuro de la educación en Chile -y en el mundo- no se juega solo en cuán rápido incorporemos nuevas tecnologías o metodologías. Se juega, sobre todo, en cómo las integramos y a qué fines las orientamos. Innovar sin perder el corazón de la educación significa no olvidar que lo central sigue siendo la experiencia humana del aprendizaje: estudiantes que se saben reconocidos y profesorado y docentes que se sienten acompañados.

Por ello es importante pedirles a quienes aspiran a la presidencia de Chile, un compromiso auténtico con la educación, la innovación y la ética, de modo que reconozcan que la verdadera transformación no es la que digitalice todo, sino la que logre que cada estudiante y cada educador se reconozcan como personas plenas, capaces de aprender, crear y convivir en un mundo mejor.

Innovar con ética y humanidad es una responsabilidad histórica, no es un lujo ni una consigna abstracta: es el camino imprescindible para que la educación siga siendo un motor de igualdad y desarrollo para un Chile donde se construyan futuros justos y sostenibles.

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