Hace pocos días, Donald Trump declaró que el paracetamol podría causar autismo, e incluso se atrevió a recomendar un medicamento alternativo. Aunque parezca una excentricidad más del presidente estadounidense, sus palabras ilustran con inquietante claridad una tendencia peligrosa: el desprecio activo por la ciencia, especialmente cuando entra en tensión con intereses políticos o económicos. No se trata solo de ignorancia. Se trata de una operación deliberada para debilitar uno de los pilares más fundamentales de la vida colectiva: la confianza epistémica. Esa confianza básica que permite distinguir lo verdadero de lo fabricado, lo verificado de lo manipulado.
El debilitamiento de la ciencia como base del bien común no es un hecho aislado. Forma parte de una crisis civilizatoria más profunda, en la que las estructuras que sustentaban el pacto social moderno -la deliberación racional, la evidencia compartida, la promesa de un progreso colectivo- están siendo reemplazadas por narrativas de corto plazo, intereses corporativos y liderazgos que apelan al miedo antes que al entendimiento. En este contexto, la política se convierte en un campo de juego para relatos eficaces más que para decisiones informadas. La consecuencia es devastadora: se rompe la posibilidad de actuar colectivamente frente a los desafíos de nuestro tiempo.
En una sociedad saturada de información, donde las fake news, los algoritmos y los discursos de odio se viralizan más rápido que cualquier reporte científico, perder la confianza en el conocimiento riguroso no es solo un problema técnico. Es una amenaza a la democracia. La desinformación no solo confunde: paraliza. Y una ciudadanía paralizada, fragmentada, incapaz de compartir un diagnóstico mínimo sobre su realidad, es una ciudadanía vulnerable al autoritarismo, a la exclusión y al colapso institucional.
Esta crisis de confianza se manifiesta también en la relación entre conocimiento y decisión política. En lugar de fortalecer la interfaz entre ciencia y política, asistimos a su vaciamiento. En vez de anticipar escenarios posibles, nos entregamos a la administración del caos. Es en este punto debemos detenernos. Porque a pesar de todo, aún estamos a tiempo de redirigir el rumbo. Aún podemos construir instituciones capaces de proyectar un futuro común. Aún podemos recuperar la convicción de que es posible vivir juntos, deliberar juntos y decidir juntos.
Vivimos en una época definida por la policrisis: crisis climática, tecnológica, sanitaria, económica y política se entrelazan, generando un entorno inestable donde las consecuencias de las decisiones adoptadas hoy impactarán no solo nuestro presente, sino también el futuro de generaciones enteras. En este contexto, los desafíos globales exigen respuestas locales e institucionales capaces de lidiar con esta complejidad. Una política de anticipación exige reconocer la interdependencia radical entre sistemas, territorios, generaciones y saberes. Supone asumir que las decisiones colectivas deben integrar dimensiones de largo plazo, y que esto requiere una arquitectura institucional adecuada.
Chile tiene hoy una ventana de oportunidad. El proyecto de ley que propone la creación del Consejo Nacional de Futuro y Desarrollo representa más que una propuesta técnica. Busca institucionalizar la capacidad de anticipación del Estado, dotándolo de herramientas para integrar el conocimiento científico en las decisiones públicas de mediano y largo plazo. Inspirado en experiencias internacionales, propone una estrategia nacional de desarrollo que se actualice cada cuatro años. Pero esta institución no solo debe diseñar escenarios futuros. Debe contribuir a desarrollar capacidades prospectivas en múltiples niveles del Estado, articulando políticas entre sectores, escalas y temporalidades. Debe ser una instancia transversal y continua, que alimente la toma de decisiones colectivamente vinculantes con base en evidencia, diálogo y sentido de futuro compartido.
Para ello, la nueva institucionalidad debe contar con la mayor autonomía posible, con una gobernanza robusta y plural. Su legitimidad dependerá de su articulación con universidades, centros de investigación, gobiernos regionales, sociedad civil y sector privado, asegurando que el conocimiento que se produce sea efectivamente considerado en el diseño y evaluación de políticas públicas. Esto no significa reemplazar la política por la técnica. Significa fortalecer la política con mejor conocimiento, con visión de largo plazo, con responsabilidad intergeneracional.
No podemos permitir que el futuro sea secuestrado por la inmediatez. No podemos resignarnos a un presente eterno de gestión fragmentada y decisiones sin fundamento. Recuperar la capacidad de anticipar es también recuperar la posibilidad de proyectar un país más justo, más solidario, más habitable para las niñas y niños que hoy crecen en un mundo incierto. Esa tarea no puede esperar: ahora es el momento de decidir si queremos contar con mejores herramientas para construir un futuro común.
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