El Adam Smith que me había perdido

En primer año de la Escuela de Economía de la Universidad de Chile, con el brillante Eduardo García D'Acuña de profesor, leí capítulos de "La riqueza de las naciones". Yo venía de 12 años de rigurosa educación católica y, para ser franco, aquello me pareció una apología del egoísmo. La "mano invisible" como coartada de la codicia. Me quedé con esa caricatura por años.

Hace poco, un amigo de la misma escuela me dijo que estaba "releyendo los clásicos". Pensé en Shakespeare o Cervantes. "No -aclaró-, los de economía. Estoy releyendo a Pigou". Ese guiño me empujó a volver a "La riqueza de las naciones" y, por esa puerta, a leer con atención "La teoría de los sentimientos morales". Ahí apareció otro Smith. No un sacerdote del mercado desatado, sino un pensador moral que busca encauzar el interés propio para que conviva con la simpatía, la prudencia y la justicia. Un Smith que no niega el mercado, pero tampoco lo sacraliza; que entiende la economía como parte de la vida en común, no como su reemplazo.

Ese redescubrimiento revela lo que hoy echamos de menos: una economía con brújula ética. Smith no propuso abolir el interés propio -sería ingenuo-, pero tampoco lo convirtió en virtud total. Su apuesta fue institucional: si las reglas, las costumbres y la educación cívica están bien diseñadas, los motivos humanos -mezcla de amor propio y consideración por otros- pueden generar beneficios sociales. En ese marco, el mercado no es un vacío moral. Funciona sobre reputaciones, normas y sobre ese juez interno que Smith llama el "espectador imparcial".

¿Por qué perdimos a ese Smith? Porque la economía del siglo XX, ansiosa de precisión, amputó la psicología y la ética de sus modelos. Al personaje de carne y hueso -con afectos, lealtades y vergüenzas- lo reemplazamos por un monigote que siempre maximiza. Útil para hacer cuentas; insuficiente para comprender a las personas. El "interés propio" en Smith nunca fue sinónimo de avaricia, sino un interés situado en una comunidad de normas, disciplinado por virtudes cívicas y por el juicio de los demás. Cuando confundimos ese interés con la codicia y, peor, la aplaudimos, no seguimos a Smith. Lo traicionamos.

Releerlo no es arqueología académica; es urgente. Vivimos una época en que los mercados parecen desanclados de cualquier consideración moral. Crisis que socializan pérdidas y privatizan ganancias; desigualdades que desfondan la confianza; captura regulatoria que vuelve la regla un traje a medida; externalidades ambientales que son, en rigor, deudas con nuestros hijos. El Smith moral recuerda algo elemental: la prosperidad es frágil si no se sostiene en virtudes públicas y en instituciones que premien la cooperación y castiguen el abuso. Una sociedad no se enriquece a punta de atajos; se hace próspera cuando alinea incentivos con un horizonte de florecimiento humano.

También ofrece una lección práctica. Durante décadas discutimos como si la elección fuera "más Estado" o "más mercado". Smith sugiere una pregunta mejor: ¿Cómo diseñamos instituciones que canalicen el ímpetu del interés propio hacia fines socialmente valiosos? Eso implica competencia de verdad -no oligopolios complacientes-; transparencia -no opacidad que fomente rentas-; educación cívica -no solo alfabetización financiera-; y regulación que reduzca el espacio para la trampa y la colusión. Cuando esas condiciones fallan, el mercado deja de ser un mecanismo de cooperación descentralizada y se degrada en coto de caza para insiders. Smith habría considerado eso una corrupción de los "sentimientos morales", no un detalle técnico.

Hay, además, una lectura contemporánea. Si la economía es parte de la vida moral, sus resultados no se juzgan únicamente por la eficiencia agregada, sino por su capacidad de expandir libertades reales. Emprender sin barreras artificiales, trabajar con dignidad, no tener el código postal como destino, heredar un entorno habitable. La ética de Smith conversa con enfoques que ponen el florecimiento humano en el centro y conciben la política económica como arquitectura de oportunidades, no como contabilidad de saldos.

Volver a este Smith no es moralizar con sermones, sino restaurar lo que él daba por obvio: los mercados funcionan mejor cuando se apoyan en confianza, reciprocidad y reglas percibidas como justas. No hay eficiencia si lo "óptimo" para unos pocos destruye la base de cooperación del intercambio. Tampoco hay desarrollo sostenible si confundimos crecimiento con licencia para traspasar costos al resto -o al futuro-. Una economía sana exige tres alineamientos simultáneos: que el interés propio conviva con virtud cívica; que la competencia premie innovación y no privilegio; y que el progreso de hoy no hipoteque el mañana. Ese trípode es la condición moral de la prosperidad.

Me quedo con una imagen. Smith abre "La teoría de los sentimientos morales" recordándonos que no somos indiferentes al dolor ajeno. Llamémosle simpatía, empatía o simple humanidad: esa es la materia prima de cualquier comunidad decente. La economía -la buena economía- empieza ahí. Todo lo demás son herramientas al servicio de un propósito. Ampliar la vida buena del mayor número posible. Si alguna vez confundimos la "mano invisible" con carta blanca para el abuso, releer a Smith nos devuelve la otra mano -la visible- que sostiene el tejido moral sin el cual ningún mercado dura mucho.

Quizá, después de tantos años, lo que yo había leído no era a Smith, sino a sus simplificadores. Releerlo -empujado por ese amigo que volvió a Pigou y, de rebote, me devolvió a los clásicos- me recordó que la economía es una rama de la filosofía moral con vocación práctica. No justifica apetitos; los encauza. No excusa la codicia; la somete al juicio de un "espectador imparcial" que, ojalá, se parezca al ciudadano que queremos ser. Si algo nos falta hoy no es crecimiento per se, sino una brújula. Smith la tenía más a mano de lo que creíamos. Bastaba leerlo completo.

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