Kimmel vs. Trump: la libertad de expresión en juego

La suspensión y posterior regreso de "Jimmy Kimmel Live!" abrió un flanco crítico: ¿Qué ocurre cuando el poder político condiciona, directa o indirectamente, el discurso incómodo en los medios? El episodio no es menor, y tras los comentarios de Jimmy Kimmel sobre el asesinato del activista conservador Charlie Kirk, la cadena ABC retiró temporalmente el programa y el propio Donald Trump celebró públicamente la decisión. En pleno 2025, la escena parecía sacada de otro tiempo: la censura, disfrazada de decisión editorial. El comentario de Kimmel fue duro, pero no ofensivo. Formaba parte de la sátira política, esa que incomoda porque dice lo que otros callan.

La reacción del presidente de EE.UU. no sorprendió: lleva meses enfrentado con los medios, insultando a periodistas, negándose a responder preguntas incómodas y descalificando a quienes lo contradicen, solo basta ver sus últimos puntos de prensa, donde se niega rotundamente a responder cualquier pregunta de CNN por considerarlos "mentirosos". El caso Kimmel no es un hecho aislado, es una pieza más en la estrategia de silenciar a quienes no se alinean con su narrativa.

Este patrón no es nuevo, y ahí radica lo preocupante. Los intentos de acallar voces críticas terminan generando lo que los teóricos llaman un "efecto amedrentador" (chilling effect): no hace falta encarcelar a un periodista o clausurar un canal para limitar la libertad, basta con que los demás sientan miedo de incomodar al poder. Esa autocensura es más silenciosa, pero igual de corrosiva.

Además, la lógica de la censura es expansiva. Hoy se justifica callar a un comediante porque "fue irrespetuoso"; mañana puede aplicarse el mismo criterio a un medio de comunicación, a un académico o a un ciudadano en redes sociales. La frontera entre lo "molesto" y lo "inadmisible" se vuelve tan difusa que termina decidiéndola quien ostenta el poder. Y cuando es el poder quien define lo que puede decirse, la democracia se convierte en una caricatura.

Lo hemos visto en otras latitudes. En México, Andrés Manuel López Obrador utilizó sus conferencias mañaneras para insultar a periodistas, generando un clima hostil hacia la prensa. En Argentina, Javier Milei critica constantemente a los periodistas, e incluso ha declarado que "no odiamos lo suficiente a los periodistas" dando cuenta de su postura frente al cuarto poder. Aquí es donde el pensamiento de John Stuart Mill cobra vigencia. En "Sobre la libertad" (1859), Mill advertía que el progreso depende de escuchar incluso las ideas más molestas, porque solo así la verdad se fortalece frente al error.

Silenciar una voz incómoda -sea un académico, un periodista o un comediante- empobrece a toda la sociedad. Como él decía, acallar una opinión es "robar a la humanidad": al discrepante, la posibilidad de expresarse, y al resto, la oportunidad de contrastar sus propias ideas. El episodio de Kimmel revela un dilema de fondo: ¿Queremos sociedades donde el humor, la critica y la incomodidad se castiguen, o democracias robustas que soporten ser cuestionadas?

Defender a Kimmel no es defender a un comediante en particular, es defender una regla básica: en democracia, la crítica y la ironía no se castigan por molestas. Cuando los poderosos celebran la censura, lo que está en juego no es un programa de televisión, sino la posibilidad de que todos podamos hablar sin miedo. Porque una democracia sin voces incómodas no es democracia, es propaganda. Y la libertad de expresión no se negocia: se protege precisamente cuando incomoda al poder.

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