Siendo niño, más de una vez recorrí el patio del colegio donde estudiaba en medio de un ambiente tenso. A mi alrededor algunos docentes se agrupaban y conversaban de algo que les acongojaba, desde las oficinas de la dirección entraban y salían personas caminando a paso rápido. Algo no andaba bien y eso generaba un ambiente incómodo y desagradable.
La tensión de los adultos se traspasaba hacia los niños por medio de gritos con llamadas de atención, un tono exasperante en la voz y a veces -también- a través de un parco silencio que escondía una triste realidad.
¿Qué ocurría? Se acercaba la hora del temido Simce, aquel famoso instrumento que se aplicaba a estudiantes de distintos cursos, para supuestamente medir la calidad de la educación.
Aquellos días eran del terror. En el caso de los docentes, porque de seguro les significaba una carga emocional y laboral excesiva, para los estudiantes en general porque dicho instrumento mediría cuánto habían aprendido, y el aprendizaje muchas veces se entiende como responsabilidad del estudiante y no del sistema educativo. Pero para mí era especialmente terrorífico, porque no tenía seguridad de cuanto sabía en comparación con mis compañeros y tampoco tenía certeza respecto de cómo sería evaluado, pues al ser un estudiante con discapacidad, muchos asuntos, incluyendo éste en particular, quedaban en el aire.
Pero acercándose el momento siempre existía una persona, que generalmente pertenecía al equipo directivo, que se acercaba a mí y con un tono amable me decía: "mañana hay Simce, no es necesario que venga al colegio". Un gran alivio me hacía recuperar el ánimo y salir del momento de tensión.
Hoy, que soy un profesional de la educación, comprendo de mejor manera lo que implica el proceso de medición de la calidad de la educación, bajo un sistema segregador, que forzaba la exclusión de aquellos estudiantes con necesidades educativas especial, quienes aun estando dentro del sistema educativo se mantienen al margen de los aprendizajes y de la participación plena y efectiva.
Por esos días, nunca supe con claridad si aquella invitación a no asistir al colegio tenía relación con mis escasos aprendizajes o con la dificultad de qué me tomaran la evaluación, dada mi condición de baja visión. Pero hoy sé que nunca fui un porro, aunque muchas veces lo creí, pues las notas y los comentarios de los docentes hacia mí como estudiante pocas veces fueron favorables.
Hasta aquí he podido alcanzar un desarrollo integral y profesional conforme a las labores en las que me he desempeñado. Y aun cuando en algún momento me sentí discriminado por no rendir esta famosa evaluación, hoy creo que fue mejor no hacerlo, pues de seguro que la medición hubiera impactado negativamente en mi como estudiante y como niño con discapacidad.
Hoy aplaudo que se esté discutiendo sobre este tema, sobre la real implicancia que debe tener un sistema de medición de la calidad de la educación, acorde a los avances en materia de construcción de los aprendizajes y por cierto, considerando un enfoque inclusivo, pues no se puede medir calidad si existe segregación.
Por eso, con esperanza digo que es necesario que pronto se acabe el dolor de guata, evidencia sintomática del enfermizo funcionamiento de nuestro actual sistema educativo y que, en definitiva, merma los esfuerzos para avanzar hacia un sistema educativo inclusivo, que realmente se preocupe del progreso y del aprendizaje de todos los estudiantes.
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